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Moon el caracol

Moon Y Su Nuevo Mundo peque

Lunes verde oscuro, Martes morado, Miércoles azul claro, Jueves amarillo, Viernes verde y Sábado azul. Ah sí, faltaba Domingo que era rojo.

Los siete caracoles habían llegado corriendo. Se había oído un ruido enorme, como cuando cae una bomba. Desde el bosque en el que vivían habían visto caer desde el cielo un caracol muy extraño, enorme de grande. Desde la montaña vieron cómo rebotaba en las setas, si no hubiera sido por las setas seguro que su casa, la del caracol que caía,  se habría roto.

Cuando los siete caracoles de vigilancia, elegidos entre los más rápidos del valle, llegaron se encontraron a un caracol que era muy raro y sobre todo lo que no entendían era porque le faltaba un ojo. Estaba tremendamente despistado. No hacía más que dar vueltas con la nariz pegada al suelo. La desesperación del caracol caído del cielo les hizo entender que no era peligroso, así que se acercaron a él y le gritaron preguntándole su nombre.

«Moon es mi nombre» dijo el caracol. Lunes le preguntó porque era de colores tan apagados, si todos los caracoles son siempre de colores chillones. Martes le preguntó porqué tenía patas con lo difícil que era coordinarlas y lo cómodo que es deslizarse sobre la cama de baba. Miércoles le preguntó por lo que luego supo que eran las orejas. Jueves se fijó en el pelo. Viernes en los bigotes que tenía junto a la nariz y Sábado le preguntó por su casa, quería saber si la había perdido o se había roto, un caracol que se precie debe tener casa.

Moon no supo contestar a esas preguntas, ella siempre había sido así. De hecho, aunque no estaba segura, ella pensaba que no era un caracol. Empezaron a hablar sobre lo que hacen los caracoles, la excitante subida por las flores en búsqueda de las hojas más frescas, la diversión de subir a las setas y disfrutar con sus colores y el efecto de la luz sobre el resto de mucus, ah y, sobre todo, el placer de las largas siestas invernales.

A Moon no le sonaba nada de todo eso, ella sería un caracol pero lo que le gustaba de verdad era correr por el campo, perseguir a otros caracoles, o ¿igual no eran caracoles? Ella no sabía lo que era pero a ella lo de ser un caracol no le gustaba nada.

Domingo, el caracol rojo, no había hecho su pregunta y después de escuchar la conversación de los otros seis caracoles, se decidió a preguntar: “¿Cómo has llegado hasta aquí?» Moon empezó a pensar, se tumbó en la hierba y se concentró. Al principio no se acordaba de nada, pero poco a poco empezó a recordar que buscaba a su amo. No sabía como pero corriendo detrás de un conejo se había metido en una madriguera y sin darse cuenta estaba cayendo por el aire y después de un momento de terror se encontraba rebotando en las setas que la suavizaron la caída. Incluso los saltos de seta en seta le habían parecido divertidos. Domingo le preguntó que porqué buscaba a su amo, esa palabra a él le sonaba fatal, le hacía pensar en falta de libertad y en obediencia.  Moon contestó que a ella eso no le importaba, que su amo la cuidaba, la quería, la limpiaba y la paseaba.

Domingo entendió que Moon no era un caracol, le faltaba un ojo. El ojo que permite a los caracoles tener su propio punto de vista. Estaba claro que Moon no tenía su propio punto de vista, no tenía el tercer ojo, así que no era un caracol.

Cuando Domingo se lo dijo a sus colegas, todos estuvieron de acuerdo y entre los siete lanzaron a Moon hacia las setas, allí con una coordinación que solo los caracoles pueden conseguir, Moon empezó a rebotar de seta en seta, cada vez más alto, cada vez más lejos.

Cuando por fin rebotó en la seta naranja, Moon salió disparada hacia el agujero del conejo por el que había caído, con tanta fuerza que sin darse cuenta se encontró de nuevo en su mundo. Escuchó el silbido tranquilizador de su amo y corrió hacia él. El reencuentro fue apoteósico casi se le descoyunta el rabo de la fuerza con la que lo movía.

Volvieron a casa paseando y al llegar Moon bebió y comió, luego se quedó dormida a los pies de su amo sin pensar, con esa paz que da el ser capaz de no pensar. Moon no lo sabía pero no tener un tercer ojo la hacía muy feliz.

Las cosas de mi mujer

Las cosas de mi mujer peuqe

Había sido una noche larga. Una cena en el restaurante de toda la vida con un par de amigos que también se habían quedado de Rodríguez en Madrid. Jesús, como siempre, les había tratado muy bien y el pisto de la casa, para variar, estaba exquisito. Después de la cerveza en el aperitivo, el vino de la cena y el parcharán con el café, habían llegado los gin-tónic.
Cuando salieron del restaurante eran ya casi las dos de la mañana, aun así se fueron a un par de bares y cayeron dos copas más. A lo tonto, aquel jueves terminaba casi a las 5 de la mañana. Con la poca lucidez que le quedaba, decidió coger un taxi.
Cuando entraba en casa, el sol empezaba a despuntar y, al meter la llave en la cerradura, empezó a sentir la resaca de la mañana siguiente. No lo tuvo fácil para encontrar su cuarto de baño. Se sentía como cuando, con 20 años, llegaba a casa de sus padres en el mismo estado, no completamente borracho pero si habiendo bebido más de la cuenta. Después de desnudarse, empezó a lavarse los dientes, se miró al espejo y no le gustó mucho lo que vio. El espejo le devolvía la imagen de un extraño al que apenas conocía. Empezó a mirarle al fondo de los ojos y se dio cuenta de que aquel viejo era él. No se había reconocido a si mismo en el espejo, pero logró encontrarse en el fondo de los ojos.
Desde el fondo del alma, el hombre del espejo le habló de los años pasados luchando por construir una familia, una vida estable. Vagamente empezó a recordar a sus hijos, los problemas en el colegio, los modales en la mesa, el recibo de la luz y un montón de pequeñas cosas que estuvieron a punto de hacerle estallar la cabeza.
El no quería eso, el quería fiesta, aventura, pasiones desenfrenadas, lugares exóticos. Cuando se vio en aquel cuarto de baño, solo, con la amenaza de la resaca durante un nuevo día de trabajo, decidió que aquello ya era demasiado, que no aguantaba más. Pero recordó que ya ni siquiera tenía trabajo, por eso había salido a cenar con sus amigos. La compañía había decidido cerrar en España y se iban todos a la calle. Se había quedado sin futuro, la estabilidad por la que había tragado tanto se había venido abajo.
Sin pensarlo demasiado, decidió suicidarse, buscó una cuchilla de afeitar. No podía soportar al viejo del espejo. Justo antes de cortarse las venas, dio un último vistazo a su alrededor y vio un estante lleno de botes de cremas y cajas con potingues. ¿De quién era todo eso? Entre la bruma de la resaca se empezó a dibujar el retrato de una mujer, la más bella que había visto nunca. Los 30 años que había estado con ella pasaron por su mente en un segundo y recordó como peleaban por el espacio para los botes en la estantería. Detrás de ese recuerdo siguieron otros muchos como la rutina de las pequeñas peleas del día día pero, en pocos segundos, le invadió la infinita paz que sentía cuando estaba entre sus brazos, cuando se decían las palabras secretas que ellos solo sabían. Y se vio feliz haciéndola feliz.
Aquel recuerdo hizo brotar las lágrimas en su rostro.
Guardó la cuchilla en su sitio y se detuvo a ordenar y colocar los botes y las cajitas de su mujer. Se fue a la cama sabiendo que llegaría en menos de 16 horas.
Se durmió soñando con ella, en como se dormiría al día siguiente en la paz de sus caderas.
Nunca más discutirían por la estantería del baño.

Menorquinas

menorquinas peque

Cuando abrieron el ataúd encontraron un esqueleto que parecía que estaba sonriendo.
La constructora iba a levantar un nuevo centro comercial en el antiguo cementerio y, por una vez, se habían propuesto hacer las cosas bien. Cada tumba era exhumada con cariño y cuidado. Llevaban ya 179 tumbas y ésta era la única donde el esqueleto no daba miedo. Tenía aún una sonrisa especial y, aunque toda la ropa estaba roída, se conservaban bien unas viejas menorquinas.
Manuel, el dueño de la promotora, recibió a los operarios en su despacho cuando le fueron a contar que habían encontrado un esqueleto especial. Nicolás Gracia era el nombre del difunto. A Manuel le interesó la historia y se propuso saber que había sido de Nicolás y averiguar la historia de aquellas menorquinas.
Después de muchas vueltas, encontró a Victoria en la taberna del puerto, una viejecita que le invitó a sentarse con ella para hablar de Nicolás. Nicolás había sido el zapatero del pueblo. Sobrevivía en invierno con cuatro arreglos y poco más, pero en verano no paraba de fabricar abarcas, trabajando 17 horas al día, sin apenas tiempo ni para comer.
Victoria le contó que una noche cuando fue a buscarle, Nicolás y ella habían sido novios, le encontró flotando sobre su mesa de trabajo, la habitación estaba iluminada por una luz muy potente y Nicolás parecía estar en trance. Al entrar ella en la habitación, la luz desapareció y Nicolás cayó al suelo. El coscorrón sonó a hueco y Nicolás se despertó con la cabeza dolorida. En medio de la conmoción, le explicó que el hada del verano le había encargado unas menorquinas de fiesta y que tendría que prepararlas en 24 horas. Nicolás trabajó sin descanso y preparó las mejores abarcas de su vida, resistentes y flexibles a la vez, se ajustaban al pie como un guante. El hada quedó encantada. En pago por las menorquinas, le dijo que eligiera un momento feliz de su vida y que, cada vez que se pusiera esas abarcas que ahora llevaba puestas, podría revivir ese momento.
Nicolás eligió aquel anochecer que vivió con Victoria, disfrutando de la puesta del sol detrás del puerto, mientras hacían el amor con el mar bañándoles los pies. A partir de entonces, cada vez que Nicolás se ponía sus viejas abarcas, podía revivir aquel momento. La separación de Victoria había sido muy dura, ella tuvo que salir del país perseguida por la dictadura y no pudieron ni despedirse.
Al principio se las ponía solo por las noches, antes de acostarse y, poco a poco, las menorquinas fueron ocupando más y más parte de su vida. Una tarde se tumbó en la cama con ellas puestas y estuvo dos semanas con una sonrisa en los labios, pero sin beber ni comer. No había manera de moverle ni despertarle. A final, murió con sus viejas zapatillas y así lo tuvieron que enterrar, nadie se las pudo quitar.
Manuel se quedó de piedra al oír la historia, estuvo tentado de quedarse él las menorquinas y vivir así aquella noche tan mágica, pero se dio cuenta de que pertenecían a Victoria. Llamó a su oficina y pidió que se las mandaran. Cuando Victoria recibió las menorquinas no pudo contener las lágrimas, la emoción de aquellos recuerdos no le cabía en el corazón. Las envolvió en un papel de seda y se fue a casa, no sin antes darle un beso de cariño a Manuel, que se fue a casa satisfecho y feliz.
Victoria llegó a casa, se hizo unas sopas de leche con pan y las disfrutó mientras miraba por la ventana al mar. Luego se lavó, se puso su mejor camisón y se acostó. Disfrutó de los recuerdos y, cuando estaba a punto de quedarse dormida, se puso las abarcas de Nicolás y sonrió.
Cuando la encontraron tenía una gran sonrisa de felicidad en su rostro, un camisón de hilo precioso y unas menorquinas que no hubo manera de quitarle.

La respuesta del dibujista

LLegó la respuesta del dibujista, y esta vez con mensaje e interpretación:

Un cruce de caminos en la vida , momento siempre decisivo en el momento en que aparece ( luego puede no ser asi ) y una necesidad de tomar una decision entre la teorica seguridad ofrecida por el trabajo y la incertidumbre del amor pretendidamente definitivo.
La necesidad de buscar el «consultor» que nos indique el camino correcto ( no el bueno o malo) . En este caso,como casi siempre el consultor propugna un camino y hace lo contrario. Haz lo que digo, no lo que hago ( el abuelo,el padre…)

Aquí está el dibujo:

la chica de las pulseras peque

55 kiris

desafio infantil

Ya tenía sus 54 kiris. Tenía 10 kiris grises, 17 verdes, 14 marrones y 13 azules. Solo le faltaba uno azul para tener los 55 kiris que necesitaba para devolverle la vida al árbol.

Los había ido colocando según un antiguo hechizo que había encontrado en el baúl de su abuelo Agape. El abuelo de Leila había sido el diablo con más prestigio de toda su luna, siempre había resuelto todos los problemas con hechizos llenos de pasión y belleza.

Le había costado mucho conseguir los 54 kiris. Con cada uno de ellos tuvo que concentrarse durante muchas horas, tenía que sentarse en aquella roca y desear el kiri con todo su corazón, al mismo tiempo que pensaba en un recuerdo. Recuerdos tristes para conseguir kiris grises, divertidos para los verdes, malos momentos para los marrones y azules para recuerdos de cariño.

Luego, cuando el kiri brotaba, lo cogía con cuidado con el tridente y lo colocaba en el lugar adecuado del árbol, seguía un orden concreto, descrito en el hechizo de su abuelo con gran precisión. Algunos de los kiris se resistían más que otros, otros eran tan inquietos que hacía falta mucha habilidad para poder llevarlos hasta su sitio sin tocarlos con las manos.

Leila llevaba ya muchas horas sentada esperando el nacimiento del último kiri y estaba concentrada en un recuerdo azul. Pensaba en su abuela y en las tostadas que le preparaba con pan de la montaña y queso ocre, ese que, aunque huele fatal, siempre está rico. Era su recuerdo de cariño mas bonito, sobre todo por la cara que ponía su abuela cuando ella saboreaba aquellas tostadas.

Su sorpresa fue tremenda cuando, al brotar el kiri, vio que era un kiri rojo. Un color nunca visto en aquella luna. Es verdad que había historias de kiris rojos pero ella siempre había pensado que eran solo leyendas. Se decía que si una princesa tenía el recuerdo más bonito de su infancia mientras esperaba un kiri, brotaría uno de color rojo justo antes de encontrar a su príncipe.

Leila se asustó, ella no tenía príncipe pero pensaba que a sus 139 años, era pequeña para esos líos. Calmó sus nervios y se dispuso a llevar el kiri rojo hacia el árbol. Le costó mucho, era un kiri muy inquieto, pero ella tenía mucha habilidad y, además, ya llevaba colocados 54. El hechizo de su abuelo no decía nada de donde colocar un kiri rojo, en realidad ella necesitaba uno azul, pero decidió seguir su instinto y lo colocó en el centro del árbol.

Al poco tiempo, el árbol empezó a moverse de lado a lado, como si hiciera muchísimo viento, parecía incluso que se iba a partir. Leila se asustó un poco pero se agarró a la piedra con su cola y clavó el tridente muy fuerte en el suelo.

En medio del vendaval, el árbol explotó y cuando se hubo dispersado el humo, apareció Ronde. Era un diablo precioso, con una larga melena negra, los ojos marrones y unos cuernos enormes. Leila iba a preguntarle quien era y de donde venía, pero se dio cuenta que solo tenía que mirarle para saberlo todo de él. Se levantó, le cogió de la mano y fueron felices el resto de sus días comiendo, sobre todo, tostadas de queso ocre.