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Vuelve el cuentante con un cuento de navidad

Un año más, había vuelto la Navidad. En esos primeros días de las fiestas, Pedro siempre recordaba aquel chascarrillo que solía usar con sus amigos: “¿Qué tal la Navidad?, ¿bien o en familia?”. Aunque, siendo honesto consigo mismo, tenía que reconocer que la Navidad, con todos sus saraos familiares, le encantaba. Recordaba con tanta fuerza y tanto cariño sus Navidades infantiles, llenas de turrones, panderetas, primos, tíos, abuelos, regalos y el inevitable paseo de cada año entre los puestos de la plaza Mayor, con su padre aferrándole la mano y contándole cada año la película en la que Pepe Isbert perdía a Chencho…

Pero, probablemente, su recuerdo más intenso era la sensación que invadía su estómago cuando iba subiendo la escalera hasta el tercer piso y tocaba el timbre con ansiedad para preguntarle a su madre, que le recibía en delantal y con un beso cálido que sabía a crema de almendras, si Sus Majestades ya les habían dejado los regalos. O el estado de nervios extremo que le invadía las noches de reyes cuando, ya metido en la cama y, con la manta de lana arropándole hasta las orejas, luchaba por no dormirse para ver a Baltasar, su rey favorito. Y como jurò haberle visto el año que había pedido aquel juego de bolas y camiones que no lograba recordar en que mudanza pasó a mejor destino.

Pedro adoraba todos los preliminares que precedían a las Navidades, pero este año era diferente… Se sentía tan cansado. Había sido un año durísimo, la lista de problemas era infinita y todos relacionados con su empresa que había sido su orgullo. Pero sus esfuerzos y desvelos de este último año le habían superado y ni siquiera habían dado los frutos a los que ya le tenía acostumbrado. La tensión con los empleados después del inevitable despido de 20 de ellos, 4 de los cuales habían estado con él desde el principio, se había hecho insostenible en los dos últimos meses. La preocupación por la tesorería se había convertido en una constante en su día a día. A veinte de diciembre no sabía cómo iba a pagar las nóminas en Navidad. Su corazón le decía que al final las cosas se arreglarían, que surgiría un pequeño milagro como había pasado en los últimos meses, siempre y cuando él estuviera buscándolo 14 horas al día, 7 días a la semana.

Con toda esa preocupación la Navidad había pasado a un segundo plano, todos le decían que estaba muy serio, que no parecía el mismo que otras Navidades, que echaban de menos sus desvelos por los menús, las cenas, los regalos, por cumplir un año más con las tradiciones familiares. Pero él, por primera vez en su vida, las sentía muy lejos.

Cuando su hija pequeña se acercó y le dijo: Papá, ¿puedo cambiar mi carta a los reyes? Es que ya no quiero los juguetes que me había pedido. Pedro se encolerizó, había llegado tarde a una reunión por conseguir esa muñeca horrible con pinta de puta que había pedido Claudia. Ella vio como se fruncía su frente y con lágrimas en los ojos le dijo: No te enfades papá, yo sólo quiero pedirles que te traigan lo que tú quieras para que estés contento, ¿una tesorería de esas que no te tenga tan preocupado?

Se le saltaron las lágrimas, abrazo a su hija pequeña y dijo a su familia: todos a vestirse, nos vamos a la plaza mayor. Aquel día fue estupendo, el bocadillo de calamares estuvo más rico que nunca, las chorradas de los puestos aún más caras y el paseo tan agobiante de gente como siempre. Pero cuando se volvían hacia el coche, le pareció ver a Baltasar doblando una esquina, tan abstraído se quedó que se chocó con uno de los peatones que circulaba por la calle Mayor, era un antiguo cliente. Se saludaron, y acordaron verse a los pocos días.

Pedro, después de contarle a su hija la historia de Chencho y la gran familia en Navidad, se durmió con una sonrisa. Su hija había tenido un día de Navidad inolvidable y eso era más que suficiente para devolverle la pasión por estas fiestas y la fe que creía perdida en los Reyes Magos y eso que Pedro no sabía que de aquel encuentro fortuito después de haber creído ver a su rey mago favorito, surgiría el primer pedido del año 2014 que le proporcionaría la estabilidad necesaria para volver a dormir tranquilo.

Aquella sería una Navidad estupenda, sólo tenía que cambiar la cara y ser feliz.

Feliz Navidad.

Semáforo

Tu veras peque

El semáforo se había vuelto loco, las tres luces se encendían a la vez y no parpadeaban. Era una señal. Algo iba a pasar esa noche. Maribel lo entendió así. Sus ojos marrones, con el aire de tristeza que sólo las putas con cierta edad saben trasmitir, miraban al semáforo y asentían; algo va a pasar.  Justo en ese momento, una cría con aire vacilante apareció por la esquina. Andaba con aire taciturno y parecía no entender porque estaba en ese momento y en ese lugar. Maribel la observo con detenimiento y se transportó a unos años atrás. A demasiados años atrás. Se tocó el pelo, en un intento de arreglo que no logro pues las greñas llevaban con ella demasiado tiempo y el tinte barato color rojo que se daba no provocaba mejora en una mujer que había sido atractiva. Eso le dijeron en Rumania cuando la convencieron para venir a España y trabajar seguro de relaciones públicas en alguna cadena hotelera de la costa. Tu cara y tu figura va a gusta mucho allí. Podrás ayudar a tu familia enviando un montón de pasta cada mes y tu hija estudiará en Alemania o incluso te la podrás llevar a España. Mierda de decisión. Mierda de vida. Mierda de país. Y ahora esta nena en su esquina.

Se acercó con decisión, la iba a decir lo que valía la esquina y lo que la esperaba. Era su esquina y su semáforo. Le dio un golpe con el bolso y la chica dio un salto hacia delante que la hizo caer de rodillas. Los taconazos le habían jugado una mala pasada.

A Maribel le pudo algo en su interior y en lugar de seguir dándole con el bolso como tenía pensado se acerco, la ayudo a levantarse y la observo de cerca. Era una muñeca. Su cara temblaba y sus ojos, de un azul que solo había visto una vez en su vida, empezaban a llenarse de lagrimas.  Se repuso de esa subida de bondad y la miró con odio para generar ese poder que otros ejercían sobre ella y al que ya era incapaz de enfrentarse.

-¿Tu de que vas?  Esta es mi esquina. ¿Me entiendes? Lárgate o te doy. ¿Qué coño haces aquí? ¿De dónde vienes? ¿Quién es tu chulo?

Asa no supo que decir. Estaba medio agachada, con una mano se tapó la cara por si recibía otro golpe y extendió la otra como para separarse. Luego se puso recta y elevando los dos hombros a la vez  solo se atrevió a decir

-No sé nada. No sé …

Las mismas palabras, la misma sensación de impotencia. La cogió  con fuerza y tiró de ella hasta su lugar tranquilo de la calle donde las luces del semáforo la dejaran revisar los puntos clave de su cuerpo y ver si los hijos de puta habían empezado con el ritual de droga y palos. Ahí estaban, como siempre.

De forma instintiva se llevó la mano a su cuello y agarró sus cadenas. Estaban frías, las palpo y dio vueltas hasta que la ahogaban. Las soltó y se quitó la de la cruz verde de la esperanza. Se la pasó por la cabeza a la cría que podía ser su hija.

-Vete, vete, vete ya – Se lo gritó con todas sus fuerzas. Casi escupiéndole la palabra que se repetía todas las noches y días desde que estaba en esa esquina.

El semáforo se puso en verde. Asa no paró .