Seguimos con los desafíos, ahora le toca al cuentante encontrar la historía que hay detrás de la dibujeta. Aquí os la dejamos, pero nos encantaría contar con alguna idea vuestra. ¿Alguna pista de donde está el cuento escondido?
Su madre le contó miles de veces la leyenda de Boabdil. Boabdil “el chico” fue el último rey moro de Granada, que después de rendir la ciudad a los reyes católicos, en el camino hacia su exilio en la Alpujarra almeriense al llegar a la cima de la montaña, que hoy todavía se llama “el suspiro del moro”, volvió la vista y al ver Granada por última vez lloró. Su madre, Fátima, lo reprendió diciéndole «llora como una mujer lo que nunca supiste defender como un hombre».
Pedro nunca había entendido muy bien esa frase, siempre se había revelado un poco contra esas concepciones tan antiguas, y esa de que los hombres no lloran era una de las que más le molestaba. Él era un buen hombre, más que eso, él era un gran hombre, y lloraba a menudo. Llorar y ser un hombre no son incompatibles. A veces una canción, otras una poesía, o la añoranza de un amigo, y si ya nos metemos en su relación con las mujeres entonces eso no era llorar, era “lo siguiente”.
Lloraba cuando era feliz porque era feliz, cuando ellas le dejaban lloraba porque le habían dejado, cuando volvían lloraba porque habían vuelto. A veces lloraba porque no tenía porqué llorar.
Pedro decidió investigar la realidad de la historia de Boabdil, buscó en bibliotecas, en iglesias, en viejos manuscritos, buscó cuadros, buscó películas, buscó hasta en los lugares más insospechados. La búsqueda de Pedro se convirtió en un viaje lleno de lágrimas.
A veces, buscando en recónditas bibliotecas de pueblo, encontraba la historia de una familia granadina, que igual que Boabdil, y después de vivir en su casa más de 300 años era desahuciadaa del cortijo familiar de por culpa de la religión, y cuando leía como eran maltratados sentía su dolor y el miedo de no saber dónde irían, ellos solo conocían Granada. Otras veces era una historia de amor truncada por un cambio de obispo en la provincia, que obligaba a cambiar sirvientes y soldados, y eso separaba parejas, familias o amigos. También había historias de familias enfrentadas y arruinadas en la lucha por el uso de un pequeño riachuelo.
En todas las historias Pedro encontraba motivo para llorar, pena, alegría, amor, desamor, la muerte, la vida. Pedro disfruto mucho del viaje al que le había llevado la búsqueda de porqué lloraba Boabdil.
Pedro había llegado a un pequeño pueblo en la sierra de Almería, el pueblo estaba abandonado y la pequeña ermita derruida. Pero de repente, sin motivo aparente, empezó a llorar, y se dio cuenta de que sus lágrimas eran como un detector de metales, si se movía en una dirección las lágrimas cesaban, pero si iba en la dirección contraria las lágrimas aumentaban. Pedro decidió seguir a las lágrimas y sorteando algunas rocas se encontró de rodillas mirando debajo de una piedra mientras lloraba como no había llorado nunca.
Cuando pudo secarse las lágrimas y mirar debajo de la piedra encontró una pequeño cofre gastado por el tiempo. Retiró las telarañas que lo cubrían y no pudo resistir la tentación de abrirlo y mirar dentro. Encontró un viejo pergamino. Uff! que emoción, no se atrevía a desenrrollarlo por miedo a romperlo, pero le pudo la curiosidad. Pedro empezó a leerlo, era una carta de amor. Era la carta de amor de Boabdil a la que había sido el amor secreto de su vida. El hablaba de las tardes pasadas a escondidas mirándose a los ojos y de cómo esos minutos de felicidad eran los mejores de su vida. Boabdil la explicaba que había tenido que salir deprisa de Granada sin tiempo para una última despedida, que entendía que ella no podía acompañarle por que sus hijos la necesitaban y no podía seguirlo en su destierro, Boabdil la prometía no olvidarla y seguir queriéndola siempre. En esa carta Boabdil la decía que cuando llegó a la última montaña desde la que se veja Granada toda la angustia de su ausencia se concentró en sus lagrimas y no pudo impedir que todo su séquito le viera llorar. Todos pensaron que lloraba por Granada, pero el solo lloraba porque no podría nunca volver a estar con ella.
Pedro tembló de emoción leyendo la carta, y comprendió porque nunca había entendido la historia del hombre que lloraba como una mujer, y comprendió que Boabdil lloró como un hombre, pero como un hombre enamorado que no podía estar con Jadisa.
Aquí está el último desafío en forma de cuento para el dibujista: Granada, Boabdil, Suspiro del moro…….
Su madre le contó miles de veces la leyenda de Boabdil. Boabdil «el chico» fue el último rey moro de Granada, que después de rendir la ciudad a los reyes católicos, en el camino hacia su exilio en la Alpujarra almeriense al llegar a la cima de la montaña, que hoy todavía se llama “el suspiro del moro”, volvió la vista y al ver Granada por última vez lloró. Su madre, Fátima, lo reprendió diciéndole «llora como una mujer lo que nunca supiste defender como un hombre».
Pedro nunca había entendido muy bien esa frase, siempre se había revelado un poco contra esas concepciones tan antiguas, y esa de que los hombres no lloran era una de las que más le molestaba. Él era un buen hombre, más que eso, él era un gran hombre, y lloraba a menudo. Llorar y ser un hombre no son incompatibles. A veces una canción, otras una poesía, o la añoranza de un amigo, y si ya nos metemos en su relación con las mujeres entonces eso no era llorar, era “lo siguiente”.
Lloraba cuando era feliz porque era feliz, cuando ellas le dejaban lloraba porque le habían dejado, cuando volvían lloraba porque habían vuelto. A veces lloraba porque no tenía porqué llorar.
Pedro decidió investigar la realidad de la historia de Boabdil, buscó en bibliotecas, en iglesias, en viejos manuscritos, buscó cuadros, buscó películas, buscó hasta en los lugares más insospechados. La búsqueda de Pedro se convirtió en un viaje lleno de lágrimas.
A veces, buscando en recónditas bibliotecas de pueblo, encontraba la historia de una familia granadina, que igual que Boabdil, y después de vivir en su casa más de 300 años era desahuciadaa del cortijo familiar de por culpa de la religión, y cuando leía como eran maltratados sentía su dolor y el miedo de no saber dónde irían, ellos solo conocían Granada. Otras veces era una historia de amor truncada por un cambio de obispo en la provincia, que obligaba a cambiar sirvientes y soldados, y eso separaba parejas, familias o amigos. También había historias de familias enfrentadas y arruinadas en la lucha por el uso de un pequeño riachuelo.
En todas las historias Pedro encontraba motivo para llorar, pena, alegría, amor, desamor, la muerte, la vida. Pedro disfruto mucho del viaje al que le había llevado la búsqueda de porqué lloraba Boabdil.
Pedro había llegado a un pequeño pueblo en la sierra de Almería, el pueblo estaba abandonado y la pequeña ermita derruida. Pero de repente, sin motivo aparente, empezó a llorar, y se dio cuenta de que sus lágrimas eran como un detector de metales, si se movía en una dirección las lágrimas cesaban, pero si iba en la dirección contraria las lágrimas aumentaban. Pedro decidió seguir a las lágrimas y sorteando algunas rocas se encontró de rodillas mirando debajo de una piedra mientras lloraba como no había llorado nunca.
Cuando pudo secarse las lágrimas y mirar debajo de la piedra encontró una pequeño cofre gastado por el tiempo. Retiró las telarañas que lo cubrían y no pudo resistir la tentación de abrirlo y mirar dentro. Encontró un viejo pergamino. Uff! que emoción, no se atrevía a desenrrollarlo por miedo a romperlo, pero le pudo la curiosidad. Pedro empezó a leerlo, era una carta de amor. Era la carta de amor de Boabdil a la que había sido el amor secreto de su vida. El hablaba de las tardes pasadas a escondidas mirándose a los ojos y de cómo esos minutos de felicidad eran los mejores de su vida. Boabdil la explicaba que había tenido que salir deprisa de Granada sin tiempo para una última despedida, que entendía que ella no podía acompañarle por que sus hijos la necesitaban y no podía seguirlo en su destierro, Boabdil la prometía no olvidarla y seguir queriéndola siempre. En esa carta Boabdil la decía que cuando llegó a la última montaña desde la que se veja Granada toda la angustia de su ausencia se concentró en sus lagrimas y no pudo impedir que todo su séquito le viera llorar. Todos pensaron que lloraba por Granada, pero el solo lloraba porque no podría nunca volver a estar con ella.
Pedro tembló de emoción leyendo la carta, y comprendió porque nunca había entendido la historia del hombre que lloraba como una mujer, y comprendió que Boabdil lloró como un hombre, pero como un hombre enamorado que no podía estar con Jadisa.
Cuando abrieron el ataúd encontraron un esqueleto que parecía que estaba sonriendo.
La constructora iba a levantar un nuevo centro comercial en el antiguo cementerio y, por una vez, se habían propuesto hacer las cosas bien. Cada tumba era exhumada con cariño y cuidado. Llevaban ya 179 tumbas y ésta era la única donde el esqueleto no daba miedo. Tenía aún una sonrisa especial y, aunque toda la ropa estaba roída, se conservaban bien unas viejas menorquinas.
Manuel, el dueño de la promotora, recibió a los operarios en su despacho cuando le fueron a contar que habían encontrado un esqueleto especial. Nicolás Gracia era el nombre del difunto. A Manuel le interesó la historia y se propuso saber que había sido de Nicolás y averiguar la historia de aquellas menorquinas.
Después de muchas vueltas, encontró a Victoria en la taberna del puerto, una viejecita que le invitó a sentarse con ella para hablar de Nicolás. Nicolás había sido el zapatero del pueblo. Sobrevivía en invierno con cuatro arreglos y poco más, pero en verano no paraba de fabricar abarcas, trabajando 17 horas al día, sin apenas tiempo ni para comer.
Victoria le contó que una noche cuando fue a buscarle, Nicolás y ella habían sido novios, le encontró flotando sobre su mesa de trabajo, la habitación estaba iluminada por una luz muy potente y Nicolás parecía estar en trance. Al entrar ella en la habitación, la luz desapareció y Nicolás cayó al suelo. El coscorrón sonó a hueco y Nicolás se despertó con la cabeza dolorida. En medio de la conmoción, le explicó que el hada del verano le había encargado unas menorquinas de fiesta y que tendría que prepararlas en 24 horas. Nicolás trabajó sin descanso y preparó las mejores abarcas de su vida, resistentes y flexibles a la vez, se ajustaban al pie como un guante. El hada quedó encantada. En pago por las menorquinas, le dijo que eligiera un momento feliz de su vida y que, cada vez que se pusiera esas abarcas que ahora llevaba puestas, podría revivir ese momento.
Nicolás eligió aquel anochecer que vivió con Victoria, disfrutando de la puesta del sol detrás del puerto, mientras hacían el amor con el mar bañándoles los pies. A partir de entonces, cada vez que Nicolás se ponía sus viejas abarcas, podía revivir aquel momento. La separación de Victoria había sido muy dura, ella tuvo que salir del país perseguida por la dictadura y no pudieron ni despedirse.
Al principio se las ponía solo por las noches, antes de acostarse y, poco a poco, las menorquinas fueron ocupando más y más parte de su vida. Una tarde se tumbó en la cama con ellas puestas y estuvo dos semanas con una sonrisa en los labios, pero sin beber ni comer. No había manera de moverle ni despertarle. A final, murió con sus viejas zapatillas y así lo tuvieron que enterrar, nadie se las pudo quitar.
Manuel se quedó de piedra al oír la historia, estuvo tentado de quedarse él las menorquinas y vivir así aquella noche tan mágica, pero se dio cuenta de que pertenecían a Victoria. Llamó a su oficina y pidió que se las mandaran. Cuando Victoria recibió las menorquinas no pudo contener las lágrimas, la emoción de aquellos recuerdos no le cabía en el corazón. Las envolvió en un papel de seda y se fue a casa, no sin antes darle un beso de cariño a Manuel, que se fue a casa satisfecho y feliz.
Victoria llegó a casa, se hizo unas sopas de leche con pan y las disfrutó mientras miraba por la ventana al mar. Luego se lavó, se puso su mejor camisón y se acostó. Disfrutó de los recuerdos y, cuando estaba a punto de quedarse dormida, se puso las abarcas de Nicolás y sonrió.
Cuando la encontraron tenía una gran sonrisa de felicidad en su rostro, un camisón de hilo precioso y unas menorquinas que no hubo manera de quitarle.
Era el verano de su vida. Oscar acababa de terminar la carrera, después de cinco años le esperaba un fantástico futuro como ingeniero nuclear en el CERN. Ya tenía la beca, permiso de trabajo e, incluso, había visto ya un apartamento precioso con vistas a un valle enorme desde el que pensaba subir a esquiar tanto como fuera posible.
El verano empezó con una nueva pandilla de amigos, mucho sol, copas, fiestas y algún que otro revolcón con alguna turista de las que a todos gustan.
Pero ayer conoció a Rosa y, de repente, todo cambió. Ya no le importaba el CERN, ni la beca, ni el apartamento, ni el esquí, ni la nueva pandilla, ni siquiera los revolcones con las turistas. Ahora no podía pensar en otra cosa que no fuera ella.
Rosa era una mujer normal, nada especial se decía a si mismo. Ni guapa ni fea, ni gorda ni delgada, ni simpática ni tímida. Peroéll se había enamorado.
Pasaron largas tardes en la playa, disfrutando del ruido de las olas, del sol del Mediterráneo cuando cae la tarde. Y de las noches en la playa con la luna sobre el mar. A veces hablaban de las estrellas o de los peces o de los pescadores, pero la mayor parte del tiempo solo estaban juntos, mirándose o acariciandose las manos.
Rosa trabajaba vendiendo pulseras de piel. Ella las hacía y las vendía sobre una manta en la plaza. Vivía al día, vendiendo solo los 38€ que necesitaba para vivir, en cuanto llegaba a ese número cerraba la manta y se iba a la playa.
Se habían enamorado locamente y Rosa le dijo que se fuera con ella, que olvidara esa vida tan ordinaria que tenía planificada y vivieran juntos.
Oscar no sabía qué hacer, estaba hecho un lío, así que acudió a su abuelo. Su abuelo era un hombre lleno de experiencia que había vivido más de 30 años viajando. Había conocido infinitos amores, en infinitos lugares, con infinitas mujeres distintas. Nadie mejor que su abuelo le podría aconsejar.
Se sentaron en el bar del puerto, pidieron unas cervezas y Oscar le empezó a contar a su abuelo. Cuando hablaba de Rosa el tiempo parecía no transcurrir. Se dio cuenta de que solo había hablado él cuando iban por la quinta cerveza.
Su abuelo le dijo con cariño que irse con Rosa no era una buena idea, que esas cosas no duran, que en su experiencia se sufre cada poco tiempo y que no merece la pena el riesgo. Le dijo que entendía su pasión por Rosa, pero que su vida estaba en otro sitio, que en el CERN seguro le esperaba la mujer de su vida con la que sería feliz.
Oscar seguía discutiendo con su abuelo, la conversación iba y venía en círculos y no acababa de decidirse.
Pidieron las últimas cervezas cuando junto a la mesa pasó una mujer mayor, tenía la piel arrugada, pero los ojos y la expresión de las mujeres que fueron espectaculares.
Ella Miró al abuelo de Oscar y el flechazo fue brutal. El abuelo se levantó, dejó a Oscar con la palabra en la boca, se fue detrás de ella y desapareció detrás de su nuevo amor. Nunca volvió a ver a su abuelo.
LLegó la respuesta del dibujista, y esta vez con mensaje e interpretación:
Un cruce de caminos en la vida , momento siempre decisivo en el momento en que aparece ( luego puede no ser asi ) y una necesidad de tomar una decision entre la teorica seguridad ofrecida por el trabajo y la incertidumbre del amor pretendidamente definitivo.La necesidad de buscar el «consultor» que nos indique el camino correcto ( no el bueno o malo) . En este caso,como casi siempre el consultor propugna un camino y hace lo contrario. Haz lo que digo, no lo que hago ( el abuelo,el padre…)
Aquí está el dibujo:
Aquí está el desafío para el dibujista, esta vez dedicado a los que están disfrutando de un amor de verano……..
Ya estamos esperando la dibujeta……
Era el verano de su vida. Oscar acababa de terminar la carrera, después de cinco años le esperaba un fantástico futuro como ingeniero nuclear en el CERN. Ya tenía la beca, permiso de trabajo e, incluso, había visto ya un apartamento precioso con vistas a un valle enorme desde el que pensaba subir a esquiar tanto como fuera posible.
El verano empezó con una nueva pandilla de amigos, mucho sol, copas, fiestas y algún que otro revolcón con alguna turista de las que a todos gustan.
Pero ayer conoció a Rosa y, de repente, todo cambió. Ya no le importaba el CERN, ni la beca, ni el apartamento, ni el esquí, ni la nueva pandilla, ni siquiera los revolcones con las turistas. Ahora no podía pensar en otra cosa que no fuera ella.
Rosa era una mujer normal, nada especial se decía a si mismo. Ni guapa ni fea, ni gorda ni delgada, ni simpática ni tímida. Peroéll se había enamorado.
Pasaron largas tardes en la playa, disfrutando del ruido de las olas, del sol del Mediterráneo cuando cae la tarde. Y de las noches en la playa con la luna sobre el mar. A veces hablaban de las estrellas o de los peces o de los pescadores, pero la mayor parte del tiempo solo estaban juntos, mirándose o acariciandose las manos.
Rosa trabajaba vendiendo pulseras de piel. Ella las hacía y las vendía sobre una manta en la plaza. Vivía al día, vendiendo solo los 38€ que necesitaba para vivir, en cuanto llegaba a ese número cerraba la manta y se iba a la playa.
Se habían enamorado locamente y Rosa le dijo que se fuera con ella, que olvidara esa vida tan ordinaria que tenía planificada y vivieran juntos.
Oscar no sabía qué hacer, estaba hecho un lío, así que acudió a su abuelo. Su abuelo era un hombre lleno de experiencia que había vivido más de 30 años viajando. Había conocido infinitos amores, en infinitos lugares, con infinitas mujeres distintas. Nadie mejor que su abuelo le podría aconsejar.
Se sentaron en el bar del puerto, pidieron unas cervezas y Oscar le empezó a contar a su abuelo. Cuando hablaba de Rosa el tiempo parecía no transcurrir. Se dio cuenta de que solo había hablado él cuando iban por la quinta cerveza.
Su abuelo le dijo con cariño que irse con Rosa no era una buena idea, que esas cosas no duran, que en su experiencia se sufre cada poco tiempo y que no merece la pena el riesgo. Le dijo que entendía su pasión por Rosa, pero que su vida estaba en otro sitio, que en el CERN seguro le esperaba la mujer de su vida con la que sería feliz.
Oscar seguía discutiendo con su abuelo, la conversación iba y venía en círculos y no acababa de decidirse.
Pidieron las últimas cervezas cuando junto a la mesa pasó una mujer mayor, tenía la piel arrugada, pero los ojos y la expresión de las mujeres que fueron espectaculares.
Ella Miró al abuelo de Oscar y el flechazo fue brutal. El abuelo se levantó, dejó a Oscar con la palabra en la boca, se fue detrás de ella y desapareció detrás de su nuevo amor. Nunca volvió a ver a su abuelo.
Ya tenía sus 54 kiris. Tenía 10 kiris grises, 17 verdes, 14 marrones y 13 azules. Solo le faltaba uno azul para tener los 55 kiris que necesitaba para devolverle la vida al árbol.
Los había ido colocando según un antiguo hechizo que había encontrado en el baúl de su abuelo Agape. El abuelo de Leila había sido el diablo con más prestigio de toda su luna, siempre había resuelto todos los problemas con hechizos llenos de pasión y belleza.
Le había costado mucho conseguir los 54 kiris. Con cada uno de ellos tuvo que concentrarse durante muchas horas, tenía que sentarse en aquella roca y desear el kiri con todo su corazón, al mismo tiempo que pensaba en un recuerdo. Recuerdos tristes para conseguir kiris grises, divertidos para los verdes, malos momentos para los marrones y azules para recuerdos de cariño.
Luego, cuando el kiri brotaba, lo cogía con cuidado con el tridente y lo colocaba en el lugar adecuado del árbol, seguía un orden concreto, descrito en el hechizo de su abuelo con gran precisión. Algunos de los kiris se resistían más que otros, otros eran tan inquietos que hacía falta mucha habilidad para poder llevarlos hasta su sitio sin tocarlos con las manos.
Leila llevaba ya muchas horas sentada esperando el nacimiento del último kiri y estaba concentrada en un recuerdo azul. Pensaba en su abuela y en las tostadas que le preparaba con pan de la montaña y queso ocre, ese que, aunque huele fatal, siempre está rico. Era su recuerdo de cariño mas bonito, sobre todo por la cara que ponía su abuela cuando ella saboreaba aquellas tostadas.
Su sorpresa fue tremenda cuando, al brotar el kiri, vio que era un kiri rojo. Un color nunca visto en aquella luna. Es verdad que había historias de kiris rojos pero ella siempre había pensado que eran solo leyendas. Se decía que si una princesa tenía el recuerdo más bonito de su infancia mientras esperaba un kiri, brotaría uno de color rojo justo antes de encontrar a su príncipe.
Leila se asustó, ella no tenía príncipe pero pensaba que a sus 139 años, era pequeña para esos líos. Calmó sus nervios y se dispuso a llevar el kiri rojo hacia el árbol. Le costó mucho, era un kiri muy inquieto, pero ella tenía mucha habilidad y, además, ya llevaba colocados 54. El hechizo de su abuelo no decía nada de donde colocar un kiri rojo, en realidad ella necesitaba uno azul, pero decidió seguir su instinto y lo colocó en el centro del árbol.
Al poco tiempo, el árbol empezó a moverse de lado a lado, como si hiciera muchísimo viento, parecía incluso que se iba a partir. Leila se asustó un poco pero se agarró a la piedra con su cola y clavó el tridente muy fuerte en el suelo.
En medio del vendaval, el árbol explotó y cuando se hubo dispersado el humo, apareció Ronde. Era un diablo precioso, con una larga melena negra, los ojos marrones y unos cuernos enormes. Leila iba a preguntarle quien era y de donde venía, pero se dio cuenta que solo tenía que mirarle para saberlo todo de él. Se levantó, le cogió de la mano y fueron felices el resto de sus días comiendo, sobre todo, tostadas de queso ocre.