David había salido de Marrakech a las 7 de la mañana y eso que a él nunca le había gustado madrugar. Se había subido al jeep recién alquilado y después de programar el GPS hacia Fkih Ben Salah, empezó a conducir siguiendo las indicaciones de la máquina. Conocía bien el camino, lo había hecho muchas veces, pero le gustaba usar el GPS porque le permitía centrarse en sus pensamientos y olvidarse de donde estaba mientras disfrutaba del paisaje.
Llegó sobre las 10 de la mañana a la oficina de José, no le gustaba nada correr. Después de cerrar un buen acuerdo con quien llevaba haciendo negocios desde hacía 15 años y era su amigo de la infancia, los dos se fueron a dar un paseo por el pequeño mercado callejero. Eran buenos amigos y siempre encontraban tiempo para hablar un buen rato.
Como siempre que celebraban un acuerdo, pasaron por la teteria de Yousuff, alli se toma el mejor té de Marruecos. Esta vez la conversación se alargó más de lo habitual. David le contó a José que no estaba agusto con su vida. Su mujer le había dejado y, como no tenía hijos, ahora se encontraba bastante solo. Sus negocios iban bien, pero ya no sentía la misma inyección de adrenalina cuando planificaba un nuevo proyecto o tenía que cerrar una venta importante. Algo estaba cambiando en su interior.
José, que aunque con nombre español (su madre era de Cádiz) había nacido en Fkih Ben Salah , le dijo que esas eran cosas de los españoles, que se complican demasiado la vida, que en su pueblo las cosas son más fáciles y la vida se disfruta sabiendo encontrar el placer en las cosas pequeñas. Los dos amigos terminaron el té y los dos últimos pastelillos, el de pistacho que era el preferido de David estaba hoy especialmente rico, y volvieron hacia el mercadillo.
Al doblar una esquina vieron a 4 mujeres vestidas de negro que vendían especias. Ellas no estaban muy preocupadas de vender, estaban hablando de sus cosas. De como habían dejado los niños las cosas tiradas por el patio de la casa, del plan de comida para la semana y de la nueva cama que había que comprar para la habitación de los más pequeños. Estaban las 4 casadas con un hombre mayor, éste apenas salía de casa y,en realidad, ellas vivían casi como si el marido no existiera. No convivían con él, apenas le veian, pero estar casadas les daba la cobertura social que necesitaban. Su marido no les importaba nada, pero les permitía vivir en paz en una sociedad tan tradicional.
David se sentó a hablar con ellas y poco a poco fue entrando en la conversación. Sintió tanta fascinación por sus conversaciones sencillas, por la felicidad que irradiaban aquellas cuatro mujeres que no pudo evitar volver al día siguiente y sentarse de nuevo con ellas.
Después de 4 días participando en las conversaciones de aquellas cuatro mujeres, David llamó a la agencia de alquiler de coches y prolongó el alquiler un mes más, lo mismo hizo con el hotel. No tenia a nadie a quien avisar, nadie lo esperaba en casa.
Había pasado un mes, había sido el mes más feliz de la vida de David. Había creado una relación de amistad con aquellas cuatro mujeres a las que no podía ver la cara, pero con las que compartía la felicidad de las cosas pequeñas.
Un día les pidió acompañarlas a su casa y ellas le dejaron llevar el carrito con las especias que no habían vendido. Llegaron a una casa enorme con un patio donde había 10 críos jugando al fútbol, y unos soportales en los que varios criados se afanaban en las tareas de la casa. En una de las esquinas estaban las habitaciones del marido, atendido siempre por otros 3 criados. Era evidente que aquello no se mantenía de la venta de especias en el mercado. David no preguntó pero supo que allí ni el dinero ni el futuro eran un problema.
Las 4 mujeres vivían cada una en una zona diferente de la casa. David pensó que quería vivir allí. Supo que allí sería feliz. No pudo contener el impulso, llamó a sus cuatro amigas y les dijo que quería quedarse a vivir con ellas, a ellas no les sorprendió nada, era como si lo estuvieran esperando.
Los cinco se miraron y acordaron vivir juntos, pero David tendría que aceptar una condición: tendría que aceptar vivir como una mujer y vestir como una mujer. A él no le pareció un precio demasiado alto a cambio de la paz y la felicidad que sentía conversando larguísimas horas con ellas.
David cogió el móvil, llamó a su abogado, le dió orden de venderlo todo y mandarle el dinero. Tendría suficiente para vivir el resto de sus días en aquel pueblo.
Desde aquel día las 4 mujeres y David, vestido de mujer, charlan en el mercado en su puesto de especias. No parece que les importe mucho lo que venden, lo único que les preocupa a las 5 es poder seguir hablando todas las horas del mundo.