Desafio para el dibujista

El tenía vértigo, siempre le habían dado miedo las alturas, desde pequeño cuando veía o imaginaba una caída, le fallaban las rodillas.

Ahora recordaba la pesadilla infantil en la que cuatro osos le llevaban a hombros en su cama, bajando por la escalera de su casa (verde, la escalera era verde y blanca ) y de la que acababa saltando para caer siempre, en una caída sin fin.

Carlos había vivido lejos de las alturas, siempre cómodo en su mundo plano. Allí él era feliz, todo estaba controlado, planificado y además era de los más brillantes, en fin, un tipo de éxito.

Una mañana, mientras se afeitaba, vio en el espejo una luz azul, cuando se volvió la luz no estaba detrás de él. No le dió mucha importancia, sería cualquier tontería, pero la luz azul empezó a aparecer cada vez más en su día a día. La veía por todos lados, sin avisar, de repente, como un fogonazo.

Un día no pudo más y comenzó a buscarla. La encontró en el sótano, detrás de una vieja lavadora. La luz salía de un precipicio enorme y, al mirar al abismo, el resto del mundo dejaba de existir. Estaba desconcertado, intentó enseñar el precipicio a sus amigos, a su familia, a todos, pero ninguno conseguía verlo. Sólo él veía el precipicio. Le tomaban por loco o, peor aún, pensaban que les estaba gastando una broma y la mayoría no le tomaba en serio.

Cada vez que bajaba solo a ver el precipicio, Carlos se perdía allí. Podía pasar horas mirándolo y, cada hora que estaba allí, hacía que sus horas lejos del precipicio fueran más y más difíciles. Cuanto más feliz era cerca de la sima azul, más triste era su vida apartado de ella.

El seguía bajando pero sabía que contemplarla solo le hacía más infeliz. Nunca se atrevería a saltar, pero no podía dejar de bajar y mirar, y desear saltar.

Un día Carlos no volvió a subir, se quedó en el precipicio azul.
Algunos dicen que se cayó dentro, otros que huyó de todo, o que sigue mirando la luz azul aunque nadie le ve.

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