Hoy había sido un buen día en el trabajo, aquel proyecto tan complejo había por fin encontrado su curso. El se sentía orgulloso de si mismo, era un tipo con talento y energía. Hoy tocaba cena con amigos, un buen vino y una tertulia apasionada.
Aquella noche hablaron de justicia social y él defendió, como siempre, que con esfuerzo todo es posible. El mundo está lleno de oportunidades y solo hay que esforzarse para poder disfrutarlas, al fin y al cabo a él nadie le había regalado nada.
Aquí viene la parte del cuento que te ahorro: El se duerme, se despierta convertido en un paria en cualquier sociedad que puedas imaginar y donde no tiene ni siquiera la capacidad intelectual para enfrentarse a la injusticia. Por supuesto, se despierta sudando y sobresaltado.
El susto se le pasó en cuanto vio que todo estaba bien, su mujer junto a él, su casa, sus hijos. Sólo había sido una pesadilla. Se duchó, se vistió, desayunó con su familia y se fue a trabajar. Todo estaba bien. El podría ganar una vez más, estaba preparado para competir.
Pasó junto a las chabolas de siempre y se dio cuenta de que ya no eran iguales. Hoy veía la injusticia pintada en las paredes de cartón y uralita.
Fue como un fogonazo. Un gran destello que, en lugar de afectarle a los ojos, le deslumbró el corazón y le hizo llorar. Tuvo que parar el coche, las lágrimas no le dejaban conducir. Sentía la obligación de hacer algo. Además, él se consideraba un tipo capaz de resolver problemas complejos, con empuje y capacidad. El tendría que ser capaz de cambiar esa realidad.
Aquel día no pudo ir a trabajar. Se quedó dormido en el coche, despertó después de varias horas y condujo hacia su casa. En el camino se dio cuenta de que prefería mantener su vida, de que no quería dejar todo lo que tenía. Encontró mil argumentos para defender su actitud y se convenció.
Cuando llegó a casa todo le pareció un mal sueño, nada había cambiado. Pero, cada noche al irse a dormir, recordaba aquel fogonazo y lloraba.