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Cuento de Navidad

Salvapantallas

Un año más, había vuelto la Navidad. En esos primeros días de las fiestas, Pedro siempre recordaba aquel chascarrillo que solía usar con sus amigos: “¿Qué tal la Navidad?, ¿bien o en familia?”. Aunque, siendo honesto consigo mismo, tenía que reconocer que la Navidad, con todos sus saraos familiares, le encantaba. Recordaba con tanta fuerza y tanto cariño sus Navidades infantiles, llenas de turrones, panderetas, primos, tíos, abuelos, regalos y el inevitable paseo de cada año entre los puestos de la plaza Mayor, con su padre aferrándole la mano y contándole cada año la película en la que Pepe Isbert perdía a Chencho…

Pero, probablemente, su recuerdo más intenso era la sensación que invadía su estómago cuando iba subiendo la escalera hasta el tercer piso y tocaba el timbre con ansiedad para preguntarle a su madre, que le recibía en delantal y con un beso cálido que sabía a crema de almendras, si Sus Majestades ya les habían dejado los regalos. O el estado de nervios extremo que le invadía las noches de reyes cuando, ya metido en la cama y, con la manta de lana arropándole hasta las orejas, luchaba por no dormirse para ver a Baltasar, su rey favorito. Y como jurò haberle visto el año que había pedido aquel juego de bolas y camiones que no lograba recordar en que mudanza pasó a mejor destino.

Pedro adoraba todos los preliminares que precedían a las Navidades, pero este año era diferente… Se sentía tan cansado. Había sido un año durísimo, la lista de problemas era infinita y todos relacionados con su empresa que había sido su orgullo. Pero sus esfuerzos y desvelos de este último año le habían superado y ni siquiera habían dado los frutos a los que ya le tenía acostumbrado. La tensión con los empleados después del inevitable despido de 20 de ellos, 4 de los cuales habían estado con él desde el principio, se había hecho insostenible en los dos últimos meses. La preocupación por la tesorería se había convertido en una constante en su día a día. A veinte de diciembre no sabía cómo iba a pagar las nóminas en Navidad. Su corazón le decía que al final las cosas se arreglarían, que surgiría un pequeño milagro como había pasado en los últimos meses, siempre y cuando él estuviera buscándolo 14 horas al día, 7 días a la semana.

Con toda esa preocupación la Navidad había pasado a un segundo plano, todos le decían que estaba muy serio, que no parecía el mismo que otras Navidades, que echaban de menos sus desvelos por los menús, las cenas, los regalos, por cumplir un año más con las tradiciones familiares. Pero él, por primera vez en su vida, las sentía muy lejos.

Cuando su hija pequeña se acercó y le dijo: Papá, ¿puedo cambiar mi carta a los reyes? Es que ya no quiero los juguetes que me había pedido. Pedro se encolerizó, había llegado tarde a una reunión por conseguir esa muñeca horrible con pinta de puta que había pedido Claudia. Ella vio como se fruncía su frente y con lágrimas en los ojos le dijo: No te enfades papá, yo sólo quiero pedirles que te traigan lo que tú quieras para que estés contento, ¿una tesorería de esas que no te tenga tan preocupado?

Se le saltaron las lágrimas, abrazo a su hija pequeña y dijo a su familia: todos a vestirse, nos vamos a la plaza mayor. Aquel día fue estupendo, el bocadillo de calamares estuvo más rico que nunca, las chorradas de los puestos aún más caras y el paseo tan agobiante de gente como siempre. Pero cuando se volvían hacia el coche, le pareció ver a Baltasar doblando una esquina, tan abstraído se quedó que se chocó con uno de los peatones que circulaba por la calle Mayor, era un antiguo cliente. Se saludaron, y acordaron verse a los pocos días.

Pedro, después de contarle a su hija la historia de Chencho y la gran familia en Navidad, se durmió con una sonrisa. Su hija había tenido un día de Navidad inolvidable y eso era más que suficiente para devolverle la pasión por estas fiestas y la fe que creía perdida en los Reyes Magos y eso que Pedro no sabía que de aquel encuentro fortuito después de haber creído ver a su rey mago favorito, surgiría el primer pedido del año 2014 que le proporcionaría la estabilidad necesaria para volver a dormir tranquilo.

Aquella sería una Navidad estupenda, sólo tenía que cambiar la cara y ser feliz.

Feliz Navidad.

Semáforo

Tu veras peque

El semáforo se había vuelto loco, las tres luces se encendían a la vez y no parpadeaban. Era una señal. Algo iba a pasar esa noche. Maribel lo entendió así. Sus ojos marrones, con el aire de tristeza que sólo las putas con cierta edad saben trasmitir, miraban al semáforo y asentían; algo va a pasar.  Justo en ese momento, una cría con aire vacilante apareció por la esquina. Andaba con aire taciturno y parecía no entender porque estaba en ese momento y en ese lugar. Maribel la observo con detenimiento y se transportó a unos años atrás. A demasiados años atrás. Se tocó el pelo, en un intento de arreglo que no logro pues las greñas llevaban con ella demasiado tiempo y el tinte barato color rojo que se daba no provocaba mejora en una mujer que había sido atractiva. Eso le dijeron en Rumania cuando la convencieron para venir a España y trabajar seguro de relaciones públicas en alguna cadena hotelera de la costa. Tu cara y tu figura va a gusta mucho allí. Podrás ayudar a tu familia enviando un montón de pasta cada mes y tu hija estudiará en Alemania o incluso te la podrás llevar a España. Mierda de decisión. Mierda de vida. Mierda de país. Y ahora esta nena en su esquina.

Se acercó con decisión, la iba a decir lo que valía la esquina y lo que la esperaba. Era su esquina y su semáforo. Le dio un golpe con el bolso y la chica dio un salto hacia delante que la hizo caer de rodillas. Los taconazos le habían jugado una mala pasada.

A Maribel le pudo algo en su interior y en lugar de seguir dándole con el bolso como tenía pensado se acerco, la ayudo a levantarse y la observo de cerca. Era una muñeca. Su cara temblaba y sus ojos, de un azul que solo había visto una vez en su vida, empezaban a llenarse de lagrimas.  Se repuso de esa subida de bondad y la miró con odio para generar ese poder que otros ejercían sobre ella y al que ya era incapaz de enfrentarse.

-¿Tu de que vas?  Esta es mi esquina. ¿Me entiendes? Lárgate o te doy. ¿Qué coño haces aquí? ¿De dónde vienes? ¿Quién es tu chulo?

Asa no supo que decir. Estaba medio agachada, con una mano se tapó la cara por si recibía otro golpe y extendió la otra como para separarse. Luego se puso recta y elevando los dos hombros a la vez  solo se atrevió a decir

-No sé nada. No sé …

Las mismas palabras, la misma sensación de impotencia. La cogió  con fuerza y tiró de ella hasta su lugar tranquilo de la calle donde las luces del semáforo la dejaran revisar los puntos clave de su cuerpo y ver si los hijos de puta habían empezado con el ritual de droga y palos. Ahí estaban, como siempre.

De forma instintiva se llevó la mano a su cuello y agarró sus cadenas. Estaban frías, las palpo y dio vueltas hasta que la ahogaban. Las soltó y se quitó la de la cruz verde de la esperanza. Se la pasó por la cabeza a la cría que podía ser su hija.

-Vete, vete, vete ya – Se lo gritó con todas sus fuerzas. Casi escupiéndole la palabra que se repetía todas las noches y días desde que estaba en esa esquina.

El semáforo se puso en verde. Asa no paró .

Dientes

 Dientes pequeDesde pequeño había tenido miedo al dentista, ahora que ya era mayor se sentía un poco idiota. A estas alturas, los anestésicos funcionaban estupendamente.

Hoy estaba una vez más en la sala de espera. Como siempre al dolor de muelas se unía el miedo y las esperas en la sala, las que todos odiamos y ningún dentista arregla, sólo lo empeoraba. Estar allí sentado oyendo las fresas con su ruido característico acompañadas por el sonido de la aspiradora solo hacía aumentar el temor, ya sabes ese nudo en la tripa que siempre acompaña al miedo.

De repente, notó que todos los dientes se movían, se acordó de cuando era pequeño y un diente de leche empezaba a moverse, era la misma sensación: Un poco de miedo al dolor de quitarse el diente, pero al mismo tiempo las ganas de que el diente cayera para que luego el ratón Pérez le dejará su regalo.

Pero en esta ocasión no era un solo diente, todos los dientes se movían y, de repente, sin sentir dolor y sin darse cuenta de cómo pasaba, los dientes empezaron a salir de la boca. Iban desfilando por parejas, primero los incisivos, luego los premolares y al final, las muelas.

Una de las muelas del juicio le miró y le dijo que se tranquilizara, que volvían en un rato. No se podía creer lo que estaba viviendo, sus dientes le hablaban y, no sólo hablaban, si no que sabían desfilar.

Le costó mucho articularla primera palabra. Sin dientes parecía un anciano de 90 años desdentado por el paso del tiempo, pero finalmente lo consiguió. Sin entender muy bien porque, en lugar de preguntarle a la muela cómo era aquello posible, solo se le ocurrió decir «Pero, ¿dónde vais?». La muela le contestó: «Entramos nosotros solos al dentista, tú no te preocupes de nada, esta vez tú te quedas fuera».

En una situación tan extravagante, lo normal habría sido chillar o protestar, pero a él la idea de no entrar al dentista le pareció tan fantástica que sólo pudo asentir con la cabeza.

Se sentó en la silla y mientras veía a sus dientes entrar en la consulta se puso un poco de música en el móvil. Estuvo casi una hora sin dientes, pero esta vez no tenía miedo. Es más, el ruido de la fresa le parecía hasta agradable. Cuando estaba a punto de acabarse el disco que había elegido, vio salir a sus dientes de la consulta, todos venían con una sonrisa y sólo uno de los premolares parecía algo enfadado, no le gustaba el color del empaste que le habían puesto, él lo quería más blanco.

Cuando llegaron hasta él, la muela le dijo: «Abre la boca y relájate». El hizo caso y todos sus dientes y muelas, después de subir primero por el pantalón y luego por su camisa, fueron metiéndose en la boca. Al principio fue un poco desagradable, era como tener 3 polvorones en la boca, pero pronto empezaron a moverse y acabaron colocándose cada uno en su sitio.

Cuando su dentista se acercó le dijo que todo había ido bien y que sus dientes habían sido muy educados.

Por primera vez en su vida salió contento del dentista.

Negro

una de cine negro peque

El día había empezado mal, la tostada se había quemado, se había tenido que cambiar la camisa porque se había manchado de mermelada y el corte en la oreja de todas las mañanas hoy había sido especialmente doloroso.

No estaba dispuesto a que el resto del día fuera así, de modo que se miró en el espejo, cogió el móvil, la cartera y el paraguas y se dedicó una sonrisa y un mensaje de ánimo: «Hoy será un gran día».

Cuando salió al descansillo, todo su cuerpo se estremeció de terror. Una enorme mancha de sangre se extendía delante de la puerta de Ana. Temblando de miedo se inclinó para intentar escuchar algún ruido que le dijera si había alguien dentro de la casa, pero no oyó nada. A pesar del temblor de rodillas, se acercó hasta la puerta. Se sintió como un idiota cuando se vio a sí mismo llamando a la puerta de su vecina como si fuera a pedir un poco de sal. Nadie contestó, empujó la puerta que estaba entreabierta y entró para comprobar que no había nadie en la casa. Salió de nuevo al hall y, de repente, la luz verde sobre la sangre del suelo le llevó una terrible idea a la cabeza, ¿y si Ana había sido abducida por unos extraterrestres?

Imaginó como habría sido la pelea, como Ana habría intentado gritar sin éxito, como los extraterrestres cortaban a Ana en rebanadas porque no cabía en las maletas de transporte de muestras del equipo científico llegado desde Venus. Intentó quitarse esa idea absurda de la cabeza, pero otra más terrible llenó su mente. Quizás Ana había sido atacada por un loco como los de las series de TV que tanto le gustaba ver. La habría torturado hasta matarla y luego, tras cortarla la cabeza, se habría llevado sus pies y sus manos en un saco dejando el terrible reguero de sangre que ahora decoraba el rellano.

No pudo más, salió corriendo escaleras abajo, saltaba los escalones de 3 en 3, jugándose un tobillo en cada paso y, al final de cada tramo de escalera, bajaba 5 escalones de un salto. Eran 26 pisos y, en cada planta, le asaltaba una nueva idea que era aún más terrible que la anterior. Cuando iba por la planta 12, las imágenes que se le venían a la cabeza eran de un dolor y una brutalidad insoportables. Y no porque Ana fuera importante en su vida, solo eran dos vecinos educados que apenas se hablaban desde hacía 9 meses cuando se enrollaron en aquella fiesta de bienvenida. El seguía bajando a pesar de que la dureza de las imágenes casi le hacía pararse. La sangre la habían causado hombres lobo en el piso 11, una bacteria asesina en la planta 10, un ruso sanguinario heredero de Jack el destripador en el noveno.  La escena del segundo y el primero harían que hasta los más feroces defensores del cine gore promovieran la prohibición de la película.

Cuando llegó a la entrada al edificio, la portera se acercó y le contó que Ana se había puesto de parto de manera inesperada, nadie sabía que estaba embarazada. Habían tenido que llamar al 112 y los médicos le tuvieron que hacer una cesárea de urgencia en el descansillo, por eso había tanta sangre.

Por un instante, él casi se desmaya, después se sintió totalmente idiota por la película o, mejor dicho, por el montón de películas que se había inventado.

Cuando iba hacia la calle, la portera le llamó y le dio un sobre. Era de Ana.

Lo abrió y leyó: «Querido vecino, estaré en el hospital de San Juan. El hijo es tuyo».

Sueño de verano

Sueño De Verano peuqe

Por fin estaba en la playa, ayer había sido un día duro.

Salir de casa, las maletas, los juguetes, el viaje, llegar, de nuevo las maletas,los juguetes,los niños de nuevo con sus impertinencias, poner la casa en marcha, hacer la compra,  el día a día parecía que no se iba a acabar nunca.

Pero ya estaba en la playa, tumbada al sol mientras los niños ya jugaban con la arena. Sentir el sol en la cara la permitía cerrar los ojos y soñar.  Ella siempre soñaba en bailar.

De repente pensó que se había dormido, se sobresaltó: ¿donde están los niños?, uff, estaban en la orilla jugando con la arena, habían hecho un castillo de arena y la llamaban:

– Mamá, ven a jugar con nosotros.

Ella quería volver a cerrar los ojos y bailar, pero una madre es una madre y se levantó para ir a jugar con ellos.  En el castillo había foso, dragones, soldados, brujas, magos, ranas, coches y en la cima una bandera azul.

Ella de repente, al ver la bandera azul se empezó a hacer pequeña hasta que el castillo se hizo enorme, y ella pudo correr por la rampa y las escaleras. Saltó el foso, peleó con los dragones, arrasó a los soldados, encantó a las brujas, luchó con los magos, beso a la rana, condujo el coche y llegó a la bandera.

La acercó a su corazón y bailó. Ella sabía que él estaba también bailando con ella, luego se durmió.

El niño la volvió a despertar, Mamá!!! lloraba porque tenía arena en los ojos. Ella recordó la bandera azul miró a su hijo y sonrió.

Moon el caracol

Moon Y Su Nuevo Mundo peque

Lunes verde oscuro, Martes morado, Miércoles azul claro, Jueves amarillo, Viernes verde y Sábado azul. Ah sí, faltaba Domingo que era rojo.

Los siete caracoles habían llegado corriendo. Se había oído un ruido enorme, como cuando cae una bomba. Desde el bosque en el que vivían habían visto caer desde el cielo un caracol muy extraño, enorme de grande. Desde la montaña vieron cómo rebotaba en las setas, si no hubiera sido por las setas seguro que su casa, la del caracol que caía,  se habría roto.

Cuando los siete caracoles de vigilancia, elegidos entre los más rápidos del valle, llegaron se encontraron a un caracol que era muy raro y sobre todo lo que no entendían era porque le faltaba un ojo. Estaba tremendamente despistado. No hacía más que dar vueltas con la nariz pegada al suelo. La desesperación del caracol caído del cielo les hizo entender que no era peligroso, así que se acercaron a él y le gritaron preguntándole su nombre.

«Moon es mi nombre» dijo el caracol. Lunes le preguntó porque era de colores tan apagados, si todos los caracoles son siempre de colores chillones. Martes le preguntó porqué tenía patas con lo difícil que era coordinarlas y lo cómodo que es deslizarse sobre la cama de baba. Miércoles le preguntó por lo que luego supo que eran las orejas. Jueves se fijó en el pelo. Viernes en los bigotes que tenía junto a la nariz y Sábado le preguntó por su casa, quería saber si la había perdido o se había roto, un caracol que se precie debe tener casa.

Moon no supo contestar a esas preguntas, ella siempre había sido así. De hecho, aunque no estaba segura, ella pensaba que no era un caracol. Empezaron a hablar sobre lo que hacen los caracoles, la excitante subida por las flores en búsqueda de las hojas más frescas, la diversión de subir a las setas y disfrutar con sus colores y el efecto de la luz sobre el resto de mucus, ah y, sobre todo, el placer de las largas siestas invernales.

A Moon no le sonaba nada de todo eso, ella sería un caracol pero lo que le gustaba de verdad era correr por el campo, perseguir a otros caracoles, o ¿igual no eran caracoles? Ella no sabía lo que era pero a ella lo de ser un caracol no le gustaba nada.

Domingo, el caracol rojo, no había hecho su pregunta y después de escuchar la conversación de los otros seis caracoles, se decidió a preguntar: “¿Cómo has llegado hasta aquí?» Moon empezó a pensar, se tumbó en la hierba y se concentró. Al principio no se acordaba de nada, pero poco a poco empezó a recordar que buscaba a su amo. No sabía como pero corriendo detrás de un conejo se había metido en una madriguera y sin darse cuenta estaba cayendo por el aire y después de un momento de terror se encontraba rebotando en las setas que la suavizaron la caída. Incluso los saltos de seta en seta le habían parecido divertidos. Domingo le preguntó que porqué buscaba a su amo, esa palabra a él le sonaba fatal, le hacía pensar en falta de libertad y en obediencia.  Moon contestó que a ella eso no le importaba, que su amo la cuidaba, la quería, la limpiaba y la paseaba.

Domingo entendió que Moon no era un caracol, le faltaba un ojo. El ojo que permite a los caracoles tener su propio punto de vista. Estaba claro que Moon no tenía su propio punto de vista, no tenía el tercer ojo, así que no era un caracol.

Cuando Domingo se lo dijo a sus colegas, todos estuvieron de acuerdo y entre los siete lanzaron a Moon hacia las setas, allí con una coordinación que solo los caracoles pueden conseguir, Moon empezó a rebotar de seta en seta, cada vez más alto, cada vez más lejos.

Cuando por fin rebotó en la seta naranja, Moon salió disparada hacia el agujero del conejo por el que había caído, con tanta fuerza que sin darse cuenta se encontró de nuevo en su mundo. Escuchó el silbido tranquilizador de su amo y corrió hacia él. El reencuentro fue apoteósico casi se le descoyunta el rabo de la fuerza con la que lo movía.

Volvieron a casa paseando y al llegar Moon bebió y comió, luego se quedó dormida a los pies de su amo sin pensar, con esa paz que da el ser capaz de no pensar. Moon no lo sabía pero no tener un tercer ojo la hacía muy feliz.

Sueños de verano

Las cigarras no dejaban de hacer ruido, él pensó que el calor no era para tanto, al fin y al cabo  de vez en cuando corría un poco de brisa. Desde su tumbona veía la piscina , el agua en calma, como un espejo en el que se reflejaban los pinos. Incluso se distrajo un rato buscando a las cigarras en el reflejo de los árboles en el agua, siempre se le olvidaba que no hay manera de verlas en directo, mucho menos en un reflejo.

Manuel estaba deseando que sus amigos volvieran pronto con él, no soportaba estar solo. Había preparado el jardín, la barbacoa, las toallas, el cubo con cervezas muy frías, los aperitivos, en fin se lo había currado bien. Tuvo incluso tiempo de poner unas velas en el jardín para que todo tuviera el toque mágico de las noches de verano.

Por fin llegaron sus amigos,  venían de su excursión por la ciudad. Llegaron cansados, acalorados y con mucha sed. No tardaron ni 3 minutos en meterse en la piscina.  La piscina se revolvió, el agua ya no paraba de moverse empezaron los juegos y las risas, ahora si que no había quien buscara cigarras en el agua.  Alguien puso música y empezaron a bailar mientras se bebían las primeras cervezas.

La cena  estaba deliciosa, sobre todo el gazpacho que refrescaba el ambiente a pesar del ruido de las cigarras.

Buena comida, buena compañía, buena tertulia  y luego un helado. El plan había sido perfecto, todo había salido como había pensado. Manuel se sentó a disfrutar de su helado y sin darse cuenta se quedó dormido.

Cuando despertó de la pequeña cabezada preguntó por Iaia, y todos le miraron con sorpresa, ¿Iaia, quien es Iaia?.

Manuel no lo podría creer, le estaban tomando el pelo, pero si todo lo había hecho para ella, la fiesta, la barbacoa, el gazpacho, el helado, las velas. El vivía solo para poder estar con ella.

Todos se sintieron tristes cuando se dieron cuenta de que Manuel no había tomado su pastilla. Tuvieron que explicarle que Iaia era fruto de su imaginación, que Iaia no existía.  Tuvieron que enseñarle el vídeo en el que él se explicaba a sí mismo su enfermedad.

Manuel al principio no quiso escuchar, él solo quería por estar con ella.

Cuando por fin aceptó que Iaia no existía, que era solo fruto de su enfermedad, Manuel comprendió y se hundió a llorar. Todos se fueron de la casa, no había manera de consolarlo, así que lo dejaron dormido con un par de tranquilizantes.

A la mañana siguiente Manuel se despertó casi a las 12, confuso y atontado por el cóctel de medicinas, la cabeza le estallaba así que decidió tirar todas las medicinas, y darse una ducha fría. Le esperaba una mañana post-fiesta, recoger vasos y botellas, ordenar muebles, barrer, un fantástico plan después del disgusto del día anterior .

Terminó de recoger y se quedó dormido en el sofá mientras la televisión se ocupaba de dormirle.  Un beso dulce en su mejilla lo despertó de la siesta, Iaia lo besó con ternura hasta que Manuel se despertó del todo. Cuando la vio no sabía si estaba soñando, si era el síndrome de abstinencia, o si era su propia enfermedad. No podía distinguir la realidad de lo imaginado, pero no le importó, él solo quería estar con Iaia.

Abrazando  a Iaia peque

Las cosas de mi mujer

Las cosas de mi mujer peuqe

Había sido una noche larga. Una cena en el restaurante de toda la vida con un par de amigos que también se habían quedado de Rodríguez en Madrid. Jesús, como siempre, les había tratado muy bien y el pisto de la casa, para variar, estaba exquisito. Después de la cerveza en el aperitivo, el vino de la cena y el parcharán con el café, habían llegado los gin-tónic.
Cuando salieron del restaurante eran ya casi las dos de la mañana, aun así se fueron a un par de bares y cayeron dos copas más. A lo tonto, aquel jueves terminaba casi a las 5 de la mañana. Con la poca lucidez que le quedaba, decidió coger un taxi.
Cuando entraba en casa, el sol empezaba a despuntar y, al meter la llave en la cerradura, empezó a sentir la resaca de la mañana siguiente. No lo tuvo fácil para encontrar su cuarto de baño. Se sentía como cuando, con 20 años, llegaba a casa de sus padres en el mismo estado, no completamente borracho pero si habiendo bebido más de la cuenta. Después de desnudarse, empezó a lavarse los dientes, se miró al espejo y no le gustó mucho lo que vio. El espejo le devolvía la imagen de un extraño al que apenas conocía. Empezó a mirarle al fondo de los ojos y se dio cuenta de que aquel viejo era él. No se había reconocido a si mismo en el espejo, pero logró encontrarse en el fondo de los ojos.
Desde el fondo del alma, el hombre del espejo le habló de los años pasados luchando por construir una familia, una vida estable. Vagamente empezó a recordar a sus hijos, los problemas en el colegio, los modales en la mesa, el recibo de la luz y un montón de pequeñas cosas que estuvieron a punto de hacerle estallar la cabeza.
El no quería eso, el quería fiesta, aventura, pasiones desenfrenadas, lugares exóticos. Cuando se vio en aquel cuarto de baño, solo, con la amenaza de la resaca durante un nuevo día de trabajo, decidió que aquello ya era demasiado, que no aguantaba más. Pero recordó que ya ni siquiera tenía trabajo, por eso había salido a cenar con sus amigos. La compañía había decidido cerrar en España y se iban todos a la calle. Se había quedado sin futuro, la estabilidad por la que había tragado tanto se había venido abajo.
Sin pensarlo demasiado, decidió suicidarse, buscó una cuchilla de afeitar. No podía soportar al viejo del espejo. Justo antes de cortarse las venas, dio un último vistazo a su alrededor y vio un estante lleno de botes de cremas y cajas con potingues. ¿De quién era todo eso? Entre la bruma de la resaca se empezó a dibujar el retrato de una mujer, la más bella que había visto nunca. Los 30 años que había estado con ella pasaron por su mente en un segundo y recordó como peleaban por el espacio para los botes en la estantería. Detrás de ese recuerdo siguieron otros muchos como la rutina de las pequeñas peleas del día día pero, en pocos segundos, le invadió la infinita paz que sentía cuando estaba entre sus brazos, cuando se decían las palabras secretas que ellos solo sabían. Y se vio feliz haciéndola feliz.
Aquel recuerdo hizo brotar las lágrimas en su rostro.
Guardó la cuchilla en su sitio y se detuvo a ordenar y colocar los botes y las cajitas de su mujer. Se fue a la cama sabiendo que llegaría en menos de 16 horas.
Se durmió soñando con ella, en como se dormiría al día siguiente en la paz de sus caderas.
Nunca más discutirían por la estantería del baño.

Llora como una mujer …

Su madre le contó miles de veces la leyenda de Boabdil. Boabdil “el chico” fue el último rey moro de Granada, que después de rendir la ciudad a los reyes católicos, en el camino hacia su exilio en la Alpujarra almeriense al llegar a la cima de la montaña, que hoy todavía se llama “el suspiro del moro”, volvió la vista y al ver Granada por última vez lloró. Su madre, Fátima, lo reprendió diciéndole «llora como una mujer lo que nunca supiste defender como un hombre».

Pedro nunca había entendido muy bien esa frase, siempre se había revelado un poco contra esas concepciones tan antiguas, y esa de que los hombres no lloran era una de las que más le molestaba. Él era un buen hombre, más que eso, él era un gran hombre, y lloraba a menudo. Llorar y ser un hombre no son incompatibles. A veces una canción, otras una poesía, o la añoranza de un amigo, y si ya nos metemos en su relación con las mujeres entonces eso no era llorar, era “lo siguiente”.

Lloraba cuando era feliz porque era feliz, cuando ellas le dejaban lloraba porque le habían dejado, cuando volvían lloraba porque habían vuelto. A veces lloraba porque no tenía porqué llorar.

Pedro decidió investigar la realidad de la historia de Boabdil, buscó en bibliotecas, en iglesias, en viejos manuscritos, buscó  cuadros, buscó películas, buscó hasta en los lugares más insospechados. La búsqueda de Pedro se convirtió en un viaje lleno de lágrimas.

A veces, buscando en recónditas bibliotecas de pueblo, encontraba la historia de una familia granadina, que igual que Boabdil, y después de vivir en su casa más de 300 años era desahuciadaa del cortijo familiar  de  por culpa de la religión, y cuando leía como eran maltratados sentía su dolor y el miedo de no saber dónde irían, ellos solo conocían Granada. Otras veces era una historia de amor truncada por un cambio de obispo en la provincia, que obligaba a cambiar sirvientes y soldados, y eso separaba parejas, familias o amigos. También había historias de familias enfrentadas y arruinadas en la lucha por el uso de un pequeño riachuelo.

En todas las historias Pedro encontraba motivo para llorar, pena, alegría, amor, desamor, la muerte, la vida. Pedro disfruto mucho del viaje al que le había llevado la búsqueda de porqué lloraba Boabdil.

Pedro había llegado a un pequeño pueblo en la sierra de Almería, el pueblo estaba abandonado y la pequeña ermita derruida. Pero de repente, sin motivo aparente, empezó a llorar, y se dio cuenta de que sus lágrimas eran como un detector de metales, si se movía en una dirección las lágrimas cesaban, pero si iba en la dirección contraria las lágrimas aumentaban. Pedro decidió seguir a las lágrimas y sorteando algunas rocas se encontró de rodillas mirando debajo de una piedra mientras lloraba como no había llorado nunca.

Cuando pudo secarse las lágrimas y mirar debajo de la piedra encontró una pequeño cofre gastado por el tiempo. Retiró las telarañas que lo cubrían y no pudo resistir la tentación de abrirlo y mirar dentro. Encontró un viejo pergamino. Uff! que emoción, no se atrevía a desenrrollarlo por miedo a romperlo, pero le pudo la curiosidad. Pedro empezó a leerlo, era una carta de amor. Era la carta de amor de Boabdil a la que había sido el amor secreto de su vida. El hablaba de las tardes pasadas a escondidas mirándose a los ojos y de cómo esos minutos de felicidad eran los mejores de su vida. Boabdil la explicaba que había tenido que salir deprisa de Granada sin tiempo para una última despedida, que entendía que ella no podía acompañarle  por que sus hijos la necesitaban y no podía seguirlo en su destierro, Boabdil la prometía no olvidarla y seguir queriéndola siempre. En esa carta Boabdil la decía que cuando llegó a la última montaña desde la que se veja Granada toda la angustia de su ausencia se concentró en sus lagrimas y no pudo impedir que todo su séquito le viera llorar. Todos pensaron que lloraba por Granada, pero el solo lloraba porque no podría nunca volver a estar con ella.

Pedro tembló de emoción leyendo la carta, y comprendió porque nunca había entendido la historia del hombre que lloraba como una mujer, y comprendió que Boabdil lloró como un hombre, pero como un hombre enamorado que no podía estar con Jadisa.

lagrimas por jadisa peuqe

Menorquinas

menorquinas peque

Cuando abrieron el ataúd encontraron un esqueleto que parecía que estaba sonriendo.
La constructora iba a levantar un nuevo centro comercial en el antiguo cementerio y, por una vez, se habían propuesto hacer las cosas bien. Cada tumba era exhumada con cariño y cuidado. Llevaban ya 179 tumbas y ésta era la única donde el esqueleto no daba miedo. Tenía aún una sonrisa especial y, aunque toda la ropa estaba roída, se conservaban bien unas viejas menorquinas.
Manuel, el dueño de la promotora, recibió a los operarios en su despacho cuando le fueron a contar que habían encontrado un esqueleto especial. Nicolás Gracia era el nombre del difunto. A Manuel le interesó la historia y se propuso saber que había sido de Nicolás y averiguar la historia de aquellas menorquinas.
Después de muchas vueltas, encontró a Victoria en la taberna del puerto, una viejecita que le invitó a sentarse con ella para hablar de Nicolás. Nicolás había sido el zapatero del pueblo. Sobrevivía en invierno con cuatro arreglos y poco más, pero en verano no paraba de fabricar abarcas, trabajando 17 horas al día, sin apenas tiempo ni para comer.
Victoria le contó que una noche cuando fue a buscarle, Nicolás y ella habían sido novios, le encontró flotando sobre su mesa de trabajo, la habitación estaba iluminada por una luz muy potente y Nicolás parecía estar en trance. Al entrar ella en la habitación, la luz desapareció y Nicolás cayó al suelo. El coscorrón sonó a hueco y Nicolás se despertó con la cabeza dolorida. En medio de la conmoción, le explicó que el hada del verano le había encargado unas menorquinas de fiesta y que tendría que prepararlas en 24 horas. Nicolás trabajó sin descanso y preparó las mejores abarcas de su vida, resistentes y flexibles a la vez, se ajustaban al pie como un guante. El hada quedó encantada. En pago por las menorquinas, le dijo que eligiera un momento feliz de su vida y que, cada vez que se pusiera esas abarcas que ahora llevaba puestas, podría revivir ese momento.
Nicolás eligió aquel anochecer que vivió con Victoria, disfrutando de la puesta del sol detrás del puerto, mientras hacían el amor con el mar bañándoles los pies. A partir de entonces, cada vez que Nicolás se ponía sus viejas abarcas, podía revivir aquel momento. La separación de Victoria había sido muy dura, ella tuvo que salir del país perseguida por la dictadura y no pudieron ni despedirse.
Al principio se las ponía solo por las noches, antes de acostarse y, poco a poco, las menorquinas fueron ocupando más y más parte de su vida. Una tarde se tumbó en la cama con ellas puestas y estuvo dos semanas con una sonrisa en los labios, pero sin beber ni comer. No había manera de moverle ni despertarle. A final, murió con sus viejas zapatillas y así lo tuvieron que enterrar, nadie se las pudo quitar.
Manuel se quedó de piedra al oír la historia, estuvo tentado de quedarse él las menorquinas y vivir así aquella noche tan mágica, pero se dio cuenta de que pertenecían a Victoria. Llamó a su oficina y pidió que se las mandaran. Cuando Victoria recibió las menorquinas no pudo contener las lágrimas, la emoción de aquellos recuerdos no le cabía en el corazón. Las envolvió en un papel de seda y se fue a casa, no sin antes darle un beso de cariño a Manuel, que se fue a casa satisfecho y feliz.
Victoria llegó a casa, se hizo unas sopas de leche con pan y las disfrutó mientras miraba por la ventana al mar. Luego se lavó, se puso su mejor camisón y se acostó. Disfrutó de los recuerdos y, cuando estaba a punto de quedarse dormida, se puso las abarcas de Nicolás y sonrió.
Cuando la encontraron tenía una gran sonrisa de felicidad en su rostro, un camisón de hilo precioso y unas menorquinas que no hubo manera de quitarle.