Baje al trastero del garaje para buscar unas tablas para hacer una chapuza. Ahí estaban, arrinconadas en la zona de trastos guardados por si acaso en un futuro… No me acordaba bien donde estaban y cuando las encontré y las baje de lo más alto del estante. Separé las que estaban rotas y cuando la vi, todo se paró. Apareció una sonrisa que tenía olvidada y volví veinte años atrás.
“Pablo y su mantita”, agosto del 96. Un título para un dibujo hecho por mí a línea, sobre una simple tabla de contrachapado preparada burdamente con Gesso blanco. Me acordé de cuando lo había hecho. Me acordé de su momento.
Sólo línea.
Sin color.
Y era yo, detrás, observando la paz que transmitía su sueño, sus juguetes, sus cosas y su eterna mantita azul cielo que chupaba y tocaba hasta caer en ese sueño gozoso que sólo un bebe sabe tener.
Y yo había hecho eso. Había querido capturar ese momento, esa energía.
Me emocioné. Tenía guardado esa tabla como si nada. Sólo en el trastero, me quede quieto.
Subí las tablas a casa. No dije nada al principio. Bromee con lo que había encontrado. Pablo salió al pasillo, la vio y sonrió con esa sonrisa de medio lado divertida muy Bond que ha echado estos veinte años.
Y lo vi claro. La tabla tenía que ser a color. Porque mi recuerdo era a color. Porque esos momentos eran a color.
Pero las líneas tenían un hechizo especial como el de las fotos sesenteras en blanco y negro de mis padres. Tenían vida propia también. Si las coloreaba a lo mejor lo que hacía era cambiar el pasado y las cosas ya no serían igual
Cogí el ipad y sobre una foto de esa tabla dibujé otra vez a “Pablo y su mantita”. Pero esta vez con color.
Porque tengo la “Buena Suerte” de que he vivido y vivo siempre con color y no siempre me doy cuenta.
Gracias, mantita de Pablo.