Archivo de la categoría: Cuentos

Triste Valentia

Hoy había sido un buen día en el trabajo, aquel proyecto tan complejo había por fin encontrado su curso. El se sentía orgulloso de si mismo, era un tipo con talento y energía. Hoy tocaba cena con amigos, un buen vino y una tertulia apasionada.

Aquella noche hablaron de justicia social y él defendió, como siempre, que con esfuerzo todo es posible. El mundo está lleno de oportunidades y solo hay que esforzarse para poder disfrutarlas, al fin y al cabo a él nadie le había regalado nada.

Aquí viene la parte del cuento que te ahorro: El se duerme, se despierta convertido en un paria en cualquier sociedad que puedas imaginar y donde no tiene ni siquiera la capacidad intelectual para enfrentarse a la injusticia. Por supuesto, se despierta sudando y sobresaltado.

El susto se le pasó en cuanto vio que todo estaba bien, su mujer junto a él, su casa, sus hijos. Sólo había sido una pesadilla. Se duchó, se vistió, desayunó con su familia y se fue a trabajar. Todo estaba bien. El podría ganar una vez más, estaba preparado para competir.

Pasó junto a las chabolas de siempre y se dio cuenta de que ya no eran iguales. Hoy veía la injusticia pintada en las paredes de cartón y uralita.

Fue como un fogonazo. Un gran destello que, en lugar de afectarle a los ojos, le deslumbró el corazón y le hizo llorar. Tuvo que parar el coche, las lágrimas no le dejaban conducir. Sentía la obligación de hacer algo. Además, él se consideraba un tipo capaz de resolver problemas complejos, con empuje y capacidad. El tendría que ser capaz de cambiar esa realidad.

Aquel día no pudo ir a trabajar. Se quedó dormido en el coche, despertó después de varias horas y condujo hacia su casa. En el camino se dio cuenta de que prefería mantener su vida, de que no quería dejar todo lo que tenía. Encontró mil argumentos para defender su actitud y se convenció.

Cuando llegó a casa todo le pareció un mal sueño, nada había cambiado. Pero, cada noche al irse a dormir, recordaba aquel fogonazo y lloraba.

Triste Valentia peque

Ahora otro desafio para el dibujista

Hoy había sido un buen día en el trabajo, aquel proyecto tan complejo había por fin encontrado su curso. El se sentía orgulloso de si mismo, era un tipo con talento y energía. Hoy tocaba cena con amigos, un buen vino y una tertulia apasionada.

Aquella noche hablaron de justicia social y él defendió, como siempre, que con esfuerzo todo es posible. El mundo está lleno de oportunidades y solo hay que esforzarse para poder disfrutarlas, al fin y al cabo a él nadie le había regalado nada.

Aquí viene la parte del cuento que te ahorro: El se duerme, se despierta convertido en un paria en cualquier sociedad que puedas imaginar y donde no tiene ni siquiera la capacidad intelectual para enfrentarse a la injusticia. Por supuesto, se despierta sudando y sobresaltado.

El susto se le pasó en cuanto vio que todo estaba bien, su mujer junto a él, su casa, sus hijos. Sólo había sido una pesadilla. Se duchó, se vistió, desayunó con su familia y se fue a trabajar. Todo estaba bien. El podría ganar una vez más, estaba preparado para competir.

Pasó junto a las chabolas de siempre y se dio cuenta de que ya no eran iguales. Hoy veía la injusticia pintada en las paredes de cartón y uralita.

Fue como un fogonazo. Un gran destello que, en lugar de afectarle a los ojos, le deslumbró el corazón y le hizo llorar. Tuvo que parar el coche, las lágrimas no le dejaban conducir. Sentía la obligación de hacer algo. Además, él se consideraba un tipo capaz de resolver problemas complejos, con empuje y capacidad. El tendría que ser capaz de cambiar esa realidad.

Aquel día no pudo ir a trabajar. Se quedó dormido en el coche, despertó después de varias horas y condujo hacia su casa. En el camino se dio cuenta de que prefería mantener su vida, de que no quería dejar todo lo que tenía. Encontró mil argumentos para defender su actitud y se convenció.

Cuando llegó a casa todo le pareció un mal sueño, nada había cambiado. Pero, cada noche al irse a dormir, recordaba aquel fogonazo y lloraba.

Precipicio azul

El tenía vértigo, siempre le habían dado miedo las alturas, desde pequeño cuando veía o imaginaba una caída, le fallaban las rodillas.

Ahora recordaba la pesadilla infantil en la que cuatro osos le llevaban a hombros en su cama, bajando por la escalera de su casa (verde, la escalera era verde y blanca ) y de la que acababa saltando para caer siempre, en una caída sin fin.

Carlos había vivido lejos de las alturas, siempre cómodo en su mundo plano. Allí él era feliz, todo estaba controlado, planificado y además era de los más brillantes, en fin, un tipo de éxito.

Una mañana, mientras se afeitaba, vio en el espejo una luz azul, cuando se volvió la luz no estaba detrás de él. No le dió mucha importancia, sería cualquier tontería, pero la luz azul empezó a aparecer cada vez más en su día a día. La veía por todos lados, sin avisar, de repente, como un fogonazo.

Un día no pudo más y comenzó a buscarla. La encontró en el sótano, detrás de una vieja lavadora. La luz salía de un precipicio enorme y, al mirar al abismo, el resto del mundo dejaba de existir. Estaba desconcertado, intentó enseñar el precipicio a sus amigos, a su familia, a todos, pero ninguno conseguía verlo. Sólo él veía el precipicio. Le tomaban por loco o, peor aún, pensaban que les estaba gastando una broma y la mayoría no le tomaba en serio.

Cada vez que bajaba solo a ver el precipicio, Carlos se perdía allí. Podía pasar horas mirándolo y, cada hora que estaba allí, hacía que sus horas lejos del precipicio fueran más y más difíciles. Cuanto más feliz era cerca de la sima azul, más triste era su vida apartado de ella.

El seguía bajando pero sabía que contemplarla solo le hacía más infeliz. Nunca se atrevería a saltar, pero no podía dejar de bajar y mirar, y desear saltar.

Un día Carlos no volvió a subir, se quedó en el precipicio azul.
Algunos dicen que se cayó dentro, otros que huyó de todo, o que sigue mirando la luz azul aunque nadie le ve.

El Punto Azul peuqe

Desafio para el dibujista

El tenía vértigo, siempre le habían dado miedo las alturas, desde pequeño cuando veía o imaginaba una caída, le fallaban las rodillas.

Ahora recordaba la pesadilla infantil en la que cuatro osos le llevaban a hombros en su cama, bajando por la escalera de su casa (verde, la escalera era verde y blanca ) y de la que acababa saltando para caer siempre, en una caída sin fin.

Carlos había vivido lejos de las alturas, siempre cómodo en su mundo plano. Allí él era feliz, todo estaba controlado, planificado y además era de los más brillantes, en fin, un tipo de éxito.

Una mañana, mientras se afeitaba, vio en el espejo una luz azul, cuando se volvió la luz no estaba detrás de él. No le dió mucha importancia, sería cualquier tontería, pero la luz azul empezó a aparecer cada vez más en su día a día. La veía por todos lados, sin avisar, de repente, como un fogonazo.

Un día no pudo más y comenzó a buscarla. La encontró en el sótano, detrás de una vieja lavadora. La luz salía de un precipicio enorme y, al mirar al abismo, el resto del mundo dejaba de existir. Estaba desconcertado, intentó enseñar el precipicio a sus amigos, a su familia, a todos, pero ninguno conseguía verlo. Sólo él veía el precipicio. Le tomaban por loco o, peor aún, pensaban que les estaba gastando una broma y la mayoría no le tomaba en serio.

Cada vez que bajaba solo a ver el precipicio, Carlos se perdía allí. Podía pasar horas mirándolo y, cada hora que estaba allí, hacía que sus horas lejos del precipicio fueran más y más difíciles. Cuanto más feliz era cerca de la sima azul, más triste era su vida apartado de ella.

El seguía bajando pero sabía que contemplarla solo le hacía más infeliz. Nunca se atrevería a saltar, pero no podía dejar de bajar y mirar, y desear saltar.

Un día Carlos no volvió a subir, se quedó en el precipicio azul.
Algunos dicen que se cayó dentro, otros que huyó de todo, o que sigue mirando la luz azul aunque nadie le ve.

Ancianas

Las dos mujeres compartían habitación en el hospital. Se parecían mucho, aunque no se conocían de nada. Debían tener la misma edad, aunque Rocío estaba mucho más estropeada, reflejo de una vida mucho más dura.

Las horas esperando la muerte las habían convertido en muy buenas amigas.

Alex le contó a Rocío la historia de su vida, su matrimonio, sus 4 hijos, 19 nietos y 12 bisnietos. Su trabajo como escritora, había incluso ganado un tercer premio en el concurso de poesía de Barcelona hacía sólo 8 años. No estaba nunca sola, siempre había alguien de su familia con ella, todos la querían.

Alex le habló de unos ojos azules en los que ella se perdía. Ni siquiera recordaba el nombre de aquel hombre que irrumpió en su vida, pero tenía un vivo recuerdo de la pasión que sintió por él, de su voz, de la belleza de sus conversaciones mientras esperaban a los niños a la salida del colegio. Un día le pidió que se fuera con él, que lo dejaran todo y se marcharan juntos. Alex dudó un instante, pero enseguida dijo que no, todo en la vida le sonreía y no era cuestión de arriesgar. Ella siguió instalada en su rutina, alguna vez se acordaba de él, pero el tiempo lo apaga todo y, poco a poco, casi le olvidó por completo.

Rocío tenía poco que contar. Cuando todo en su vida iba según el plan previsto, se enamoró de Cristina. Fue algo terriblemente apasionado y, en contra de todo lo sensato, abandonó su vida y corrió tras ella. Vivieron el abrazo más intenso del mundo, por unos segundos sus almas estuvieron unidas. Pero, cuando se separaron para mirarse, el marido de Rocío interpuso un cuchillo entre ellas y mató a Cristina. Rocío se quedó en blanco, estuvo 8 años sin poder hablar, sin poder sentir. Fue despertando poco a poco y vagó con tristeza por la ciudad hasta que se hizo tan vieja que acabó internada junto a Alex. Nadie visitó nunca a Rocío, siempre estaba sola.

Las dos amigas sabían que les quedaba poco tiempo y, a pesar de eso, no dejaban de sonreir.
Una mañana, cuando el sol empezaba a despuntar, supieron que iban a morir, se miraron a los ojos y se despidieron.

Justo un instante antes del final, Alex recordó al hombre de los ojos azules y lloró. Rocío recordó aquel abrazo con Cristina y una sonrisa se dibujó en su rostro.

Ancianas

Idiotez

El se levantó como todas las mañanas muerto de sed, se puso el traje antigravedad y flotó por la nave hacia la despensa.

Como todas las mañanas, empezó a recorrer los cajones en un orden preciso, de izquierda a derecha y luego de arriba a abajo. Sacaba todo el contenido del cajón, lo dejaba flotando y buscaba algo que beber. Luego volvía a poner cada cosa en su cajón.

Como todas las mañanas, fracasó en su búsqueda, y tuvo que recurrir a la inyección de autoregeneradores de líquido para poder seguir viviendo en la estación espacial.

Después de la frustración de no encontrar líquido, venía la ira y el enfado, luego pasaba a la tristeza y más tarde aceptaba la realidad.

El llevaba ya 30 años en la estación espacial,  sabía que no podía volver a la tierra, sus huesos ya no soportarían la gravedad y, además, para que iba a volver, si ya no le quedaba nadie. El era feliz con su vida, colaborando en la observación de la tierra, contribuyendo a mejorar las cosechas. Era un tipo útil y muy comprometido con su trabajo.

Todas las noches se acostaba pensando en lo idiota que era por ponerse a buscar por la mañana cuando él sabía que no había líquido y que tampoco lo habría nunca. Pero, todas las mañanas (y en el espacio hay una mañana cada muy pocas horas) le pasaba lo mismo. Todas las mañanas la misma rutina idiota que él sabía que no le llevaría a ningún sitio. Todas las mañanas el mismo vaivén emocional, la misma frustración, la misma irá, idéntica tristeza y al final la aceptación.

Aquella noche era especial, había dedicado todo su esfuerzo a convencerse de que a la mañana siguiente no buscaría el ansiado líquido, que iría directamente a la inyección. Se quedó dormido con su canción preferida mientras se concentraba para no caer en la idiotez.

A la mañana siguiente se levantó como todas las mañanas muerto de sed, se puso el traje antigravedad y flotó por la nave hacia la despensa.

Idiotez

Cigarras

Su madre fue la cigarra del cuento. Ella había crecido con la presión de su historia familiar, todos siempre le dijeron que había que pensar en el futuro, que había que guardar para mañana, que primero era la obligación que la devoción.

Así que su vida era la de una cigarra un poco especial, incluso muchos se burlaban de ella y la llamaban la «hormiga, hormiga, hormiga…». Pero la verdad es que a la cigarra le iban las cosas de maravilla, era feliz y además su futuro estaba asegurado.

Un día, la cigarra se cayó del árbol y se golpeó la cabeza. Cuando se despertó aturdida, no podía ver nada más que el cielo azul, no encontraba el regreso a casa y se dio cuenta de que en el golpe había perdido sus principios, sus ideas, su historia familiar…

Cuando pudo empezar a andar, recordó como había sido su vida hasta el día del golpe y se puso a llorar, no entendía porque. Ella había vivido como quería, había tomado sus propias decisiones, sus elecciones y no se arrepentía de ellas.

En los cuentos de siempre la cigarra recuperaría la cordura y volvería a su vida anterior o, espera, mejor aún, la cigarra cambiaría, se volvería más cigarra que su madre y escaparía de sus rutinas. Encontraría al amor que la haría cantar como nunca y serían felices y, además, como es un cuento, nunca llegaría el invierno, por aquello del cambio climático. Pero, ahora que tengo que ponerle final a esta historia, debo confesaros que todo fue una de mis pesadillas y que yo, la hormiga del cuento, me desperté y me puse a trabajar.

Cigarras Color